El año se va apagando y, muy pronto, sólo le recordaremos, tal vez, algunos fulgores intermitentes y algunas sombras mezquinas, algunas exhibiciones más o menos impúdicas, varios desastres puntuales, unas cuantas hecatombes políticas consentidas no se sabe muy bien cómo y una dolorosa y punzante desazón general, alargada, alargadísima. 2017, en efecto, ya va camino del cementerio virtual donde los elefantes más viejos se arremolinan y dan sus últimos pasos de danza, exhalan sus últimos suspiros y, finalmente, expiran.
No lo digo con ningún alivio especial ni, tampoco, con sorpresa. Suele pasar cada año -y uno se habitúa a ello incluso sin pretenderlo- que los años van deambulando más o menos alborotados o circunspectos hasta que, finalmente, ceden, se enroscan en sí mismos, se quedan sin hojas a las que aferrarse en los calendarios de la vida y enmudecen dando paso a un nuevo año tras las doce campanadas de rigor y el incomprensible estallido general de júbilo. Se renueva el tiempo al igual que se renueva la naturaleza y en el aire de todos se dibuja un cielo nuevo que siempre quisiéramos distinto y mejor, distinto y purificado. Así es como nos renovamos también nosotros; o eso decimos, sin saber muy bien por qué lo decimos.
Esta es, por lo tanto, la hora púrpura, quizá, de las contabilidades -literarias, artísticas, políticas o sociales- que tanto gustan a los que se atreven a ejercer de expertos (gurús de cualquier cosa, de lo que sea) porque el hombre, al parecer, es un lobo hambriento para el hombre y hay que sobrevivir -esa orden es muy antigua- como mejor se pueda; y a las estructuras sumarísimas del poder les fascina, por supuesto, poder manejar a su antojo unas ficticias coordenadas comunes en las que inscribirnos a todos y ponernos firmes y pasar solemnemente lista cuando corresponda: cada hora, cada minuto, cada instante más o menos electoral de cada día de cada año.
Echo un vistazo a las novedades literarias de mi biblioteca. Releo el catálogo de las películas que creo haber visto durante los últimos doce meses. Recuerdo los muertos ilustres y los cadáveres más exquisitos del año. Una agenda me advierte de que hoy (ayer, para el lector) es el Día de los Santos Inocentes. Estoy, pues, de fiesta. Agito la agenda por ver qué se me cae del año sobre la mesa. Vaya desastre. Me va a costar limpiar este estropicio: Kim Jong-un, Trump, Putin, Puigdemont y sus respectivas tropas, los nacionalistas, soberanistas y populistas en Baleares, la turismofobia de los más torpes, el bitcoin y la manipulación en las redes sociales, España y la Cataluña de nadie y de todos, el año segundo del Brexit, la violencia de sexo, de género, de pena, el yihadismo que no cesa… Podría seguir, pero para qué. Feliz Año Nuevo.