La censura siempre ha tenido mala prensa, y no niego que, en parte, con razón. Conceptualmente, el hecho de que no se pueda decir lo que se quiera “de forma pública” atenta contra uno de los fundamentos de la democracia, “el menos malo de los sistemas políticos”, frase atribuida falsamente, como tantas otras al incomparable Winston Churchill, quien realmente afirmó que “la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás”. Como arrogantes occidentales, creemos que es así y que, como siempre, somos poseedores de la verdad. No obstante, gran parte de los gobiernos del mundo no opinan de igual modo.
Creo que hay dos tipos de censura. Una –la actual– no tiene ningún aspecto positivo, otra –la clásica, como la que se sufría bajo Franco– sí que tenía un aspecto positivo.
Yo tenía trece años cuando Franco falleció, así que realmente no sufrí los efectos de la censura clásica de un modo consciente. Apenas me estaba despertando ante el mundo y gocé más bien del “prohibido prohibir” de la revolución francesa del 68, que padecí la tan denostada censura. La censura que yo vindico en parte es la censura clásica; la que, con rango de oficialidad, se ejerce desde los gobiernos, como era en el caso del régimen franquista. Y es que, gracias a ella, tanto los escritores, como los músicos y, sobre todo, el público, agudizaban el ingenio para “colar” a la censura lo que esta rechazaba frontalmente. Frente a la pasividad del ciudadano medio actual, la censura tenía la virtud de lograr un frente común contra ella. Y quien conseguía burlarla, de la noche a la mañana se convertía en una especie de voz del pueblo que lo elevaba a mito y estandarte de una libertad que, en aquel entonces, aún no estaba prostituida por la realidad y el uso. Los cantantes jugaban con las palabras y a veces lograban su objetivo, convirtiéndose en verdaderos himnos que corrían como la pólvora.
Adicionalmente estaban los propios errores de la censura, que lograban que el remedio fuera peor que la enfermedad, como en la película Mogambo, donde para ocultar el adulterio de los protagonistas, los convertía en hermanos, con lo que el adulterio se convertía en incesto. En fin, una locura. Otra anécdota que hizo historia fue la de La perdiz, revista humorística que sustituía a La codorniz cuando la edición de esta última era secuestrada por ir demasiado lejos. Aún es leyenda la portada de La perdiz que rezaba: «Pelín es a pelón, como cojín es a X. Y nos importa tres X que nos cierren la edición». Significativo era la declaración de La codorniz: «La revista más audaz para el lector más inteligente».
A esta apelación a la inteligencia para burlar la censura es a la que me refiero como efecto positivo de la misma. Viene a ser como la afirmación –lamentable, pero cierta– de que el hombre ha necesitado las guerras para avanzar en significativamente en su desarrollo tecnológico e intelectual.
Ahora, en los sistemas “oficialmente” democráticos, con la excusa de la seguridad y el perverso uso de lo “políticamente correcto”, nos someten a una sibilina censura en base a entelequias como “delito de odio” y similares. De esta censura no encuentro nada defendible, ya que es una censura espúrea dirigida por los políticos, apoyada por los medios y sentenciada por los jueces. Argumentando que no hay censura, nos la aplican con la arbitrariedad que tanto gusta a los políticos. Ellos eligen a quien se la aplican con la complicidad de los medios.
Ahora la censura oculta tras la palabrería su absoluta vigencia y eso impide que creadores y público desplieguen su ingenio e inteligencia para burlarla y es que, ¿cómo vencer a una circunstancia que nadie reconoce, aunque esté en el día a día? ¿Tan tontos y mansos nos hemos vuelto?