A la memoria de Maureen O´Hara, la PELIRROJA
Era verano y quizás el mar no quedara demasiado lejos.
Ella bailaba sin ritmo ni compás alguno, a través de su túnica blanca por fuera y de tela de saco blanca multicolor por fuera. De alhajas y abalorios plena. Y él, enloquecido por la espera y la belleza de la fruta, la observaba e intentaba no mirar hacia arriba. Agazapado en el campanario, el padecía de joroba. Por eso acabaré llamándolo Quasimodo y no hablará nunca. La fealdad lamentablemente tiene sus consecuencias.
-Pobre Quasimodo, ¿crees que voy a quedarme aquí para toda la vida?- garganteó Esmeralda profundamente.
Y es que a ella le besaba una cabra, de nuevo blanca. Tal vez fuera un simbolismo, una premonición, una casualidad...
Pero todo esto era cierto. Ella estaba bebiendo agua, agua, mientras él le regalaba un ramillete de lilas silvestres y una cabra blanca le besaba la mejilla.
- ¡Te he mentido, te he mentido! Yo no soy esa que tú te imaginas la paloma blanca...esa chica, sí, no, esa no soy yo - sollozó Esmeralda.
De todos estos sabrosos diálogos y arrebatadoras escenas sin desperdicio, cuando yo me enternecía más era el momento en que él, Quasimodo, se apoyaba en la pared y perdonaba la vida a un apuesto caballero, precisamente el prometido de Esmeralda. Sí, Esmeralda. Hermana de ladrones y mendigos; posiblemente gitana encantadora de abominables cuerpos.
Pero yo también disfrutaba cuando la turba, turbia turbulenta y perturbadora se agolpaba ante Notre-Dame y Quasimodo repelía la inminente agresión para proteger a su amada. Porque, desde luego, debía protegerla. Así pues, el jorobado participaba, al igual que tantos otros creadores incomprendidos y estetas visionarios, de la pasión por el fuego y el derramamiento de aceite hirviendo. Defenderse era atacar. De arriba a abajo.
-No, no. Son mis amigos. Mejor dicho, todos son mis hermanos - culebroneaba Esmeralda ante los constantes movimientos epilépticos de Quasimodo.
(¡Qué gran actor!).
De todas maneras, una vez abrasadas las primeras dos filas de aquella multitud tan amenazadora, proscrita e infame, Esmeralda, ciega de ojos, no pudo esquivar la flecha.
La flecha mortal etiquetada con la leyenda: "SOY PARA ESMERALDA". Su vida, alguna vez blanca, caía abatida y se estrellaba contra la muchedumbre hasta desaparecer. La belleza devorada.
Finalmente, Quasimodo, rey de los necios enamorados y de los implacables, se desplomó con una cierta comedia. Mudo y reflexivo. Dicen que la soledad estimula la memoria.
PARÍS 1989