Juan M. Velázquez ha vuelto a hacerlo. Engancharme. Cada uno de sus libros llega en el momento en el que siento la necesidad de agarrarme a un libro como a un clavo ardiendo. Ya sucedió con sus anteriores entregas: Secundarios de lujo, Hombres sin suerte, Algo que nunca debió pasar; ahora con su última entrega Algunos me llaman El Rubio ha vuelto a pasar.
Juan M. Velázquez se estrena con un género que me apasiona. El testimonio. En éste, su cuarto libro, Juan Velázquez da voz –y nunca mejor dicho– a José Juan Martínez Gómez. El nombre puede no decir nada pero su apodo ‘El Rubio’ y la mención del atraco al Banco Central de Barcelona ayuda a situar al personaje y su contexto en la memoria de casi cualquiera. El autor da voz a El Rubio porque el testimonio de su vida está relatado en primera persona. Difícil elección pero a medida que avanza la lectura se va percibiendo el acierto de su apuesta. El Rubio habla por boca de un Juan M. Velázquez, tan transmutado en el personaje del que es ventrílocuo que consigue que el narrador desaparezca del todo y sientas el vértigo de estar asistiendo a un relato en primera persona donde sólo caben el Rubio y el lector. Aunque el personaje es conocido fundamentalmente por el atraco al Banco Central de Barcelona en mayo del 81 Velázquez ha optado por dar voz a su protagonista desde su más “tierna” infancia hasta la actualidad, sin conceder un protagonismo especial al atraco al Central, todo lo contrario, convirtiéndolo en un episodio más de la abultada trayectoria de este atracador de bancos quien de sus 60 años ha pasado más de 41 entre rejas.
Para completar tan compleja tarea Juan M. Velázquez compartió horas de cafés, cervezas y paseos con El Rubio que fue desgranando las historias sin ahorrar suculentos detalles que podrían incomodar a más de uno. Juan Velázquez siempre arriesga con lo que cuenta y esta vez sin el paraguas protector de la ficción la apuesta es si cabe más arriesgada y descarnada que nunca. Acostumbrado a bucear por la negrura de la condición humana en sus novelas, Juan Velázquez es capaz de adentrarnos en la historia de El Rubio con la misma pasión que lo hace en sus novelas. De prosa ajustada, como un corsé que ayudara a acomodar lo que sobra para mostrar una silueta perfecta, Velázquez va apoderándose del yo testimonial hasta que retratador y retratado se funden en uno solo. Avanzada la lectura, una vez que el lector empieza a conocer al protagonista y sus cuitas, el testimonio empieza a coger forma de ficción. No lo es pero lo parece. Por la forma en que –con su puntería habitual– Juan Velázquez mueve las piezas, elige fondos, mezcla los colores de la paleta y perfila los contornos, sabes que estás ante una de las historias negras de Velázquez Gardeta, negras de verdad, por su hondura, por su valentía, por su verdad.
Nadie puede hablar de sí mismo con el tino con el que otro lo hace cuando nos hemos abierto en canal ante él. Este es otro de los aciertos del testimonio escrito en primera persona con el retrato que esa persona hace de sí mismo ante el narrador. El filtro con el que una verdad se destila y se convierte en libro tiene que ser el adecuado si no la cosa no funciona, suena impostada. No es el caso. Velázquez ha conseguido convertir a El Rubio en un personaje de Stevenson. Bueno y malo a la vez. Sin que haya que elegir, sin disyuntivas, sin que una cosa quite a la otra. Como John Silver, el Largo, a quien amas y odias al mismo tiempo. Esa es la verdadera condición de la naturaleza humana y Velázquez ha elegido a El Rubio para la puesta en escena de esa naturaleza humana en la que no siempre es sencillo reconocerse.
Hay momentos brillantes en Algunos de llaman EL Rubio, como el pasaje dedicado al intento de robo en el zoo de Barcelona, con Copito de Nieve como improvisado foco o el intento de asesinato de El Rubio como solución para callarle la boca o la bajada a los infiernos de El Rubio, a causa del desamor. El atraco al Central es tan absorbente que por momentos te olvidas que no se trata de una ficción. Se moja en sus conclusiones, en sus verdades El Rubio a la hora de desentrañar la madeja que fue el encargo del atraco al Central y su presunta conexión con el 23F: ¿Que nada importe que el Rey fuera el verdadero conspirador? ¿Y qué? De eso hace mucho tiempo. Nada de lo que yo diga pueda afectar ya a nadie o a la memoria de nadie y por eso tengo más miedo a este catarro mal curado que arrastro ya durante dos inviernos en la cárcel de Martutene, que a una emboscada de los que me contrataron hace treinta tres años para robar los papeles que cuentan toda la verdad del supuesto intento de golpe de estado de Tejero.
Para contar una historia con esos mimbres hay que elegir un personaje de naturaleza compleja, con muchos claroscuros; un tipo al que se le perdonan hasta sus contradicciones pues despotrica del sistema capitalista y el huracán consumista que nos arrastra sin embargo roba bancos para darse la gran vida, gastando ese dinero que pone en la diana de todos nuestros males. Un mercenario –como él mismo se define– al servicio del mejor postor, sin otra ideología que no fuera la de la palabra dada, su única bandera. Un hombre que tiene en su haber no ser un chivato ni un delator, el hombre que era capaz de perder a su familia por ayudar a fugarse de la cárcel a un interno. Un tipo legal que siempre ha estado fuera de la ley. Un personaje stevensionano a más no poder al que acabas acompañando en sus “fechorías” y deseando que las cosas le salgan bien.
Otro de los muchos aciertos del libro es que siguiendo las andanzas de El Rubio Velázquez hace un recorrido por una España que abarca los últimos 60 años, una España que –igual que El Rubio– es buena y mala a la vez, contradictoria, ese país que pelea por ser aquello a lo que quiere parecerse y que en el intento se deja escapar muchas de sus virtudes y potencia muchos de sus defectos.
Parafraseando a El Rubio cuando afirma: No hay nada que más me excite: que me cuenten un plan, confieso que no hay nada que más me excite: que me cuenten una historia. Una buena historia.