Un Brindis por los Vivos
Sergio Manganelli
“ Con esta copa única
transparente y vacía
brindo por la tristeza
que es un modo discreto
de brindar por la vida.”
Mario Benedetti
Hoy decidí arriar tempranamente las velas de este año, replegarme en un brindis clandestino, solitario, desprovisto de gente en el acto propio de levantar la copa, pero poblado de rastros y de historias, al teclear las palabras que sin duda me haría feliz pronunciar, si la ocasión mediara y mi pasmosa timidez no lo impidiera.
Antes del entrechoque imaginario de cristales, con alguna compañía anhelada o añorada y la consumación del primer sorbo, creo prudente -aunque innecesario- aclarar, para el desorientado lector nacional, que al cumplir este ritual, de ofrecer buenos deseos por los vivos, no me refiero en modo alguno a los campeones de la piolada, ni a los pequeños corsarios de estos tiempos, con sus ultra alta gama y sus enjuagues panameños. Menos aún los que ya tienen asignado camarote en el crucero de Noé. No festejo ni auguro nada a pobres mezquindades, a conquistas bursátiles, ni a improvisados politiqueros de la tajada propia. Ni hablar, de a los turros que atragantan sus alforjas, sobre dos mil doscientos millones de tragedias y ya vienen por postre.
Tampoco al emotivo populismo de lobos elitistas, con pelaje de becerros conservadores, rumiando en las pasturas de las mismas fuerzas regresivas que encharcaron el pasado y nos han fumado el porvenir.
No es la pillería, o la supervivencia a faca, ni el disfrute a lo Pirro sobre la igualdad en llamas. No hablamos de avivados, sino vivos.
Tampoco a los pícaros de poca monta, que diariamente nos asombran con su narcisismo bobo y su ingenio para joderle la vida a los pares: colándose en la fila del banco, escamoteando un vuelto; traicionando en la fe; mordiendo por migajas la inocencia de algún desprevenido. Cosechando prebendas de la maceta ajena.
O tomando de autódromo las calles del suburbio, para correr a tope con sus bestias de levas cruzadas, sin pestañear siquiera ante la idea de cargarse una vida de a pie, como una triste borra de la idiotez humana. Porque si tan solo fuera la parrillada de imbéciles en que a veces resulta, hasta me atrevería a pedir un aplauso para el celestial asador.
De ninguna manera, dedicaría el instante huidizo de una burbuja en la copa, a tanto desperdicio de existencia y de esperanza.
Ahora sí, déjenme decir algunas cosas, en honor a los vivos, a aquellos que hacen, a pesar de todo, bajo cualquier yugo y en toda circunstancia, más respirable el aire. A todos en general y a alguna en singular.
Hace algo más de treinta y muchos, conocí a María. Una correntina bajita, robusta, mal arriada y peor hablada, más afecta al cuchillo que a la retórica, capaz de plantarse varias panzonas de un tinto tenebroso y enfrentar a Custer y su 7mo. de Caballería en el patio del viejo inquilinato.
Era una mujer sin escuela, de muy escasas luces pero con cierto brillo, que quiero destacar al evocarla.
María era una suerte de “encargada”, investida de esa jerarquía por Don Epifanio, el dueño del edificio de pensión, mitad penitenciario, mitad neuropsiquiátrico, en el que habitábamos unas cuarenta familias. Un vivillo español, que depositaba almas desesperadas, fugitivas o proscriptas , a cambio de una renta excesiva, cuyo único servicio asegurado eran las escasas preguntas al ingreso. Un hospedaje en plan de Legión Extranjera.
María era de algún modo su sheriff, la ley y el orden más descabellado. Una justicia cambiante, impartida al grito o al sopapo, sin atender si el encausado era un crío revoltoso o la cuadrilla de borrachines del fondo. Dictada con fiereza, sobre las tablas de Moisés de su humor semanal. Y si el caldo espesaba, acudiendo al palo o al cuchillo temido. Todo a cambio de la renta mensual, que aseguraba el techo de sus hijos.
Lo cierto es que ella arriaba, mandado como podía sobre nuestra reata de bestias doloridas, aceptando sin mucho cuestionamiento y con gran actitud este destino que le había sido impuesto. Aunque sin el oficio del carcelero ni el disfrute del perverso.
Una mujer brutal, que sin embargo, algunas tardes asomaba su rostro sonriente por la puerta de nuestra habitación, para escabullirnos -con la velocidad del rayo- un cacharro con comida aún tibia del almuerzo, una bolsa de pan o una jarra de agua con hielos, para aliviar el sopor de un verano sin ventanas. O por las noches, portando sigilosa el punto de lumbre de un heroico espiral, que desde su pedestal de hojalata venía a socorrernos, a defendernos de la ferocidad de los mosquitos, que como Stukas sobrevolaban nuestros tímpanos. Y cuyo brillo observábamos devotos, rogando no se disipara y pudiera cambiarnos el martirio por sueño.
Una mujer extraña, tanto como podemos serlo los humanos, que a pesar de la pobreza extrema y su faena de celadora implacable, alivió a Pacheco de no morir sin ternura y defendió la dignidad de sus restos, de los que no quiso ocuparse ni la salubridad pública. Pero esa es otra historia.
Ojalá esté aún sobre la tierra y en medio de la aspereza de sus tragos y la tristeza de su sapucai, pueda sentir aquél brindis secreto que ella esbozaba por la vida, volver en esta copa que la recuerda en su dimensión más humana, a ella y a tantos vivos, que a diario nos ayudan a mantener la vida.
Y que jamás se entere que -a pesar de sus celos policiales- le debo a su hija las mieles de la adolescencia temprana, las llaves de algunos misterios terrenales y la primera ganzúa de la libertad. Aunque esa causa, ya esté melancólicamente prescripta.
Salud!