Cuando Vuelva a tu Lado...
Paco Piquer
El tren se detuvo y Suso añoró, mientras lo abandonaba, la parafernalia de humos y bufidos con que las antiguas locomotoras festejaban antaño su arribada a la estación. Era tan diferente ahora… El convoy se deslizaba por las vías suavemente, sin ninguna estridencia que delatase su llegada. Apenas un pitido, un tímido chirriar de los frenos y su mercancía humana se desparramaba por el andén, buscando algunos las miradas, las manos levantadas, de los que les aguardaban con la calidez intuida del encuentro. Suso intentaba recomponer en su memoria el escenario que le había visto partir una fría mañana de hacía ya tantos años. Todo, salvo el nombre del pueblo que colgaba inmutable en el cartel metálico, era distinto. Rostros irreconocibles por el olvido y la distancia se cruzaban, indiferentes, con su mirada, mientras él intentaba adivinar en los ojos de sus paisanos algún vestigio de curiosidad que la presencia del presunto forastero pudiese provocar. Los gastados bancos de madera de la sala de espera relucían ahora, convertidos en modernas geometrías de brillante acero y tapizado estridente y, en lugar del cochambroso bar, un impensable Snack&Coffee Shop se alineaba, coherente, con los nuevos tiempos. Suso respiró profundamente intentando inhalar en el aire el perfume del pasado. Un taxi le llevó hasta la plaza.
Aunque, en apariencia, el paisaje del espacio era idéntico, reparando con atención, profundos cambios hacían irreconocible el lugar donde la vio por última vez. Suso pidió un café. - ¿Solo? ¿Cortado? ¿Cappucino? – la oferta del atento camarero le recordaba de nuevo la evolución, el paso del tiempo, que había sustituido los íntimos veladores de mármol y hierro del Casino por impersonales mesas rematadas por coloristas revestimientos plásticos. – Solo, por favor.
Desde aquel ventanal, desde el que podía divisar la farmacia, esperaba verla pasar. Aunque temía no reconocerla. Probablemente las canas no habrían respetado el increíble azabache de sus cabellos. Pero el viejo amante presentía que la memoria de la ternura actuaría como un filtro mágico que le descubriría los indicios indelebles, los rasgos inmutables, que iban a conducirle hasta la presencia anhelada. Solo una vez. Pretendía verla una vez más. Suso sabía que aquello no podía salir bien. Como el amor prohibido que se tradujo en el dolor de lo imposible. En la separación cobarde y necesaria. No estaban los tiempos, entonces, para aventuras románticas. Ella disfrutaba posición y prestigio tras su boda con el boticario.
Suso pagó el café, la impaciencia desvaneciendo todos sus temores, y salió del irreconocible local esbozando una sonrisa. - ¡Qué cosas! – comentó para sí al leer en el rótulo el nombre con que se le había bautizado. El atento camarero le había agradecido la propina – No se preocupe. Le guardaré la maleta en el almacén – dijo mientras le abría la puerta y ya el corazón de Suso se aceleraba cruzando la plaza, con la farmacia como único objetivo. “Licenciada Sol Ortuondo Gallegos” rezaba la placa que anunciaba su titular. Nombre y apellidos que le envolvieron con toda la nostalgia de su significado. El suyo debía haber sido el primero de ellos. – Enseguida le atiendo – la disculpa precedió a la mujer que surgió desde la rebotica. Suso captó en los ojos que le contemplaban interrogantes un imperceptible gesto de sorpresa. – ¿Qué desea, señor? – La mujer se dirigió al desconocido con amabilidad. Suso dudó. – Este … aspirinas, por favor – su nerviosismo resultaba evidente - ¿Se encuentra usted bien? – el interés de ella manifestándose, amable. – Sí, si. Gracias – Eran idénticas. El mismo pelo, las mismas manos, la mirada color de miel. La misma voz que le pidió, entre sollozos, que la dejara. Que acabase con aquella locura. – No es usted de por aquí, ¿cierto? – Delatado por su marcado acento que provocaba, inmediata, la curiosidad, Suso se sintió aliviado al poder permanecer allí, al abrigo de la conversación intrascendente que ella le brindaba. – Hace ya años que emigré a Argentina, pero la verdad es que nací en este pueblo – el color sutil de la nostalgia acompañó sus palabras. - ¡Qué cambiado está todo! – continuó, sonriendo – Entonces, conocería usted a mis padres, ¿no es así? – Suso sintió un cierto temor ante la pregunta que iba a situarle ante la exacta realidad. – Claro, claro, Guillermo Ortuondo, el boticario… – y la voz le tembló al pronunciar el nombre amado – Sol… - Se anticipó ella como si él no conociese de sobra aquel apellido – Gallegos, Sol Gallegos, mi madre, en efecto. – Aclarando a continuación - Mi padre murió hace ya unos años – la mujer prolongó sus explicaciones ignorando que, con sus palabras, devolvía a Suso iguales porciones de añoranza y desencanto. – Era mayor que ella. – pareció justificar aquella muerte en función de la edad. – Mi madre vive, pero… la pobre… - Una ligera sombra de tristeza empañó su mirada dorada. Suso aguardó, expectante, a que ella se recuperase de la emoción. De pronto, iba a hallar la respuesta a los interrogantes que le habían atormentado durante los terribles años de ausencia. – Dispense, dispense – se disculpó por su turbación a la vez que esbozaba una amplia sonrisa – No se porqué le estoy contando cosas que, estoy seguro, no le interesan en absoluto. – dijo mientras le envolvía las aspirinas. – Al contrario, al contrario. ¿Sabés? – Suso se aferraba al fin de aquella información incompleta – Fuimos muy amigos, su madre y yo. Compañeros de escuela – aclaró, esperanzado. La llegada de otros clientes interrumpió las confidencias. Sol Ortuondo se trasladó al otro lado del mostrador para atender a las dos mujeres que, al pasar frente a Suso, habían apenas contenido un gesto de asombro. – Perdone, ¿usted no será por casualidad Suso? ¿Suso Avellaneda? – preguntó una de ellas mientras se dirigía decidida hacia él, la mano extendida, la sorpresa en el rostro. – Claro que eres tú – el reconocimiento había resultado positivo y con tal seguridad se volvía familiar el tratamiento. - ¿No te acuerdas de mí? – Antes de contestar, Suso buceó con urgencia en los confines de su memoria, intentando darle nombre al sonriente semblante de aquella mujer, que ni siquiera había permitido que admitiese su suposición. – Dejáme que piense… ¿Cecilia? Vos sos Cecilia Carrascosa. – confirmó, mientras extendía, él también, los brazos, invitándola al abrazo que fundía el hielo de la distancia. – Mira quien está aquí, Sol – se dirigió a la farmacéutica, que regresaba de la rebotica con sus medicinas – Suso Avellaneda. Fue muy amigo de tu madre – y guiñándole un ojo, aventuró – Yo diría que hasta más que eso, ¿verdad? – y aclaró, de inmediato, al comprobar como se ensombrecía su rostro – Bueno, antes de que ella conociese a tu padre – La otra mujer, que no había intervenido en la conversación, la tomo del brazo – Vamos, Cecilia. Se nos hace tarde. – dijo, casi como un reproche, saludando a Suso mientras salían – Encantada, señor – Cecilia besó a Suso en las mejillas – Espero volver a verte. Te podría contar tantas cosas. ¿Vas a quedarte mucho tiempo en el pueblo? – Suso no contestó – Adiós, Sol – se despidió. Un silencio espeso se instaló, incómodo, entre Suso y la farmacéutica. Un silencio que despertaba secretos y sentimientos, angustias y verdades. La distancia quedaba reducida a la nada en sus miradas que se evitaron, huidizas, apenas unos segundos, para encontrarse poderosas y sinceras, un instante antes de que ella pronunciase una pregunta que Suso no esperaba. - ¿Así qué tú eres mi padre? - Desvelado el misterio, la manifestación tácita de la verdad les condujo a momentos en los que ambos parecían aferrarse, desde sus distintas emociones, a la realidad que ahora les comprometía. Nada que decirse, todo por decirse. Sus vidas, sus pasados, confluían, sin tiempo para reflexiones inútiles, en un destino inexorable y brutal. El amor, la traición y la cobardía, contemplados desde ángulos diferentes. Y la mano que apretó la otra, en un gesto de difícil comprensión, silencioso y sentido. – Vuelve después, cuando vaya a cerrar – dijo Sol – Tenemos mucho de que hablar. – Suso se escudó tras una improvisada defensa – No pretendía que esto hubiese sucedido así – se lamentó – Pero… en fin… lo hecho, hecho está – y volviéndose desde la puerta, preguntó. - ¿De verdad deseas volver a verme? – La respuesta de su hija canceló en un segundo todas sus aprensiones. – Claro que sí, padre.
Qué fácil, ¿verdad, Suso? ¡Qué fácil! El deseo de que las cosas ocurran tal como te interesan o tan sólo como te imaginas, transforman guiones dramáticos en amables comedias. Escenarios tétricos y sombríos en bucólicas campiñas, donde sólo el amor y la dicha tienen cabida. Pero la vida no es así, Suso. La vida es sufrir, es pelear por llevar nuestros anhelos a buen término. Es ser honrado, contigo y con los demás. Y es aguardar, con los deberes bien hechos, la ocasión única e irrepetible para amarrarla, para que no escape. Las cosas fáciles, Suso, carecen de valor.
Desde su observatorio, Suso contemplaba la puerta de la farmacia. No había probado el café, que se enfriaba en la taza, coartada manida para ocupar aquella mesa donde debía hallar el valor suficiente para cruzar la plaza y enfrentarse a su destino. El atento camarero se acercó de nuevo - ¿Desea algo más el señor? – inquirió atento. Suso sacó unas monedas. – ¿Podría hacerme un favor? – Preguntó, señalando su escaso equipaje – Debo hacer unas gestiones y no se aún si me quedaré esta noche en el pueblo - El camarero le agradeció la propina. - No se preocupe. Le guardaré la maleta en el almacén. – Dijo mientras le abría la puerta y ya el corazón de Suso se aceleraba cruzando la plaza con la farmacia como único objetivo. Tintineó una campanilla al cruzar el umbral. Cómo de distintas eran las farmacias de ahora. Alimentos para niños, calzado ortopédico, goma de mascar contra la halitosis, aparatos a monedas para tomar la tensión. Los antiguos botes blancos de porcelana, contenedores de misteriosos ingredientes que la alquimia del boticario combinaba con sabieza en sus fórmulas magistrales, se alineaban en los estantes como meros elementos decorativos. – En seguida le atiendo – la mujer salía de la rebotica, en sus manos unas cajitas de medicamentos que colocó con delicadeza en un anaquel. Suso la observó hacer. Eran idénticos aquellos gestos, el cabello negro sobre la espalda… que a punto estuvo de llamarla por su nombre – Sol… - en su boca, el nombre sonó como un suspiro. La mujer se volvió - ¿Qué desea, señor? – Los mismos ojos color de miel. – Este … aspirinas, por favor – balbuceó Suso. Su nerviosismo resultaba evidente - ¿Se encuentra usted bien? – el interés de ella manifestándose amable. – Sí, sí. Gracias - Las mismas manos que acariciaron su rostro, la misma voz que le suplicó que se alejara de ella, que acabase con aquella locura. – No es usted de por aquí, ¿cierto? – La curiosidad ante su acento había provocado la pregunta. La intrascendente conversación permitió a Suso ganar segundos, hilvanar excusas para mantenerse al abrigo de toda sospecha. – No. No lo soy. Estoy simplemente de paso – un temor absurdo le impedía manifestar su verdad. La llegada de otros clientes interrumpió la conversación. Dos mujeres de su edad se cruzaron con Suso en el momento en que se despedía – Buen día, señora – Por un instante se encontró su mirada con una de ellas, que levantó las cejas en un gesto de extrañeza que abandonó de inmediato. Suso se apartó para dejarlas pasar. Cecilia, Cecilia Carrascosa. La había reconocido nada más verla. Ella pareció ignorarle. Suso cruzó de nuevo la plaza, regresando al bar, ocupando de nuevo su atalaya frente al ventanal - ¿A qué hora sale el próximo tren para Madrid, hijo? – le preguntó al camarero. – ¿No va a quedarse más tiempo, señor? – el atento camarero jamás sabría de su cobardía.
No es eso, Suso. Tampoco es eso. Debes esforzarte y hallar el término medio. El punto justo en donde incidir, en donde hacer que el pasado recupere el protagonismo para que, en este presente que desconoces, los vestigios de tus acciones pretéritas encajen en la realidad que ahora prevalece. No me digas que no vas a intentarlo. Ha pasado el tiempo. Seguro que muchas heridas ya han cicatrizado. Ya no tienes mucho tiempo Suso. No permitas que este viaje sea en balde.
No hubiese sabido decir Suso, a quien le hubiese preguntado en aquel momento, porqué había regresado a su memoria aquella canción. Ni porqué la había tarareado mentalmente, al compás rítmico que marcaba el traqueteo del tren que le acercaba, lleno de temores impensados, a su destino. “Cuando vuelva a tu lado y estés sola conmigo” Ni porqué volvía a tararearla ahora, sentado en aquel bar, frente a una mesa de brillante superficie, sobre la que se enfriaban, uno tras otro, los cafés de su incertidumbre. Ni tampoco porqué la entonaba de nuevo, sottovoce, mientras cruzaba la plaza y como un himno, como el resumen en un pentagrama de la noche en que ella le pidió que se marchase. El dolor de la separación se había concretado en aquellas notas en las que hacía siglos no pensaba “Las cosas que te digo, no las digas jamás…” Ya no quedaba trayecto que ocupar con la vieja melodía. Frente a la farmacia, la duda postrera vencida finalmente por la decisión que había devuelto a Suso al lugar de donde no debió salir. – Mire usted, Ortuondo, Sol y yo nos queremos. Nos hemos querido siempre. Desde críos – El asombro del viejo farmacéutico. Su rostro arrasado por la pena o quizás por el odio. – Su boda no debió celebrarse jamás. Yo debí impedirlo – Pero Suso nunca pronunció esas palabras y prefirieron amores clandestinos, desnudeces de urgencia y miedos compartidos, a la valentía de partir de un solo tajo y con mano firme, un corazón al que ya no le restaba demasiado tiempo para amar. No lo hizo Suso y, aquella tarde, mientras se vestían en silencio y le anunciaba ella su estado, se gestaba también la separación que le pedía, también cobarde, entre sollozos, mientras en la vieja radio sonaban las notas que ahora volaban a él como fantasmas cansados. “No me preguntes nada y estréchame en tus brazos y escucha los latidos de nuestro corazón…” - Enseguida le atiendo – las palabras de Sol Ortuondo le acogían desde el fondo de la rebotica, respuesta amable al sonido de la campanilla que había hecho sonar la puerta al abrirse. - ¿En qué puedo servirle? – Suso se llevó la mano a la cabeza, en un gesto parecido a descubrirse y, después de presentarse, surgieron del pasado retazos de una vida que le unían, lejanos, a sus padres y, en secreto, a aquella mujer que escuchaba con los ojos muy abiertos la confesión de la vieja amistad. Y fue tal el énfasis con que Suso pronunció sus palabras, que Sol Ortuondo captó que en ellas se escondía algo más que añoranza por sus amigos y quiso adivinar también en ellas escondidos sentimientos cuando Suso pronunciaba el nombre de su madre.
Y bien, Suso, ya has llegado hasta donde querías llegar. Con toda la emoción que supone conocer a una hija que ha vivido una vida ajena al secreto de su madre y a tu añoranza. Ya sabes que el marido de Sol murió poco después de nacer vuestra hija y el estado en que se encuentra ella. ¿No crees que si completas tu confesión, puedes causar más daño que alegrías? Eres un extraño, Suso, y tu renuncia a “más” no será un fracaso. Tampoco a ti te queda excesivo tiempo para recuperar el que se fue.
Sosteniendo la mano de Sol entre las suyas, casi lamentaba Suso haber aceptado la invitación de su hija para visitar a la única razón de aquel regreso. Los ojos de color de miel que hacía ya tanto tiempo le habían enamorado, le contemplaban ahora sin reconocerle desde la tristeza increíble de una mirada perdida en sabe Dios que misteriosos recuerdos, en que imprevisibles pensamientos. Y fueron lágrimas de hombre las que lloraron los suyos, ante la ausencia de sentimientos, de emociones, que el rostro de la mujer que había amado tanto delataba, ausente. – Mira quien ha venido a verte, mamá – Sol Ortuondo, intentaba sacar de su abstracción a un ser destruido en cuerpo y alma por la injusticia de una senectud que había adelantado su presencia, privando a aquella mujer de su hermosura y también de la paz de sus últimos años. Sosteniendo aquella mano, intentó Suso, inútilmente, transmitirle en la caricia silenciosa, el calor, el sabor agridulce del pasado. – Ya ve usted – las palabras de la hija sonaban a disculpa, a impotencia, a tristeza infinita, ante la brutal realidad con que la vida las había destrozado. Suso siguió allí, con la mano entre las suyas, mientras Sol Ortuondo se retiraba discreta, dejándolos a solas con la memoria que Suso intentaba despertar hablándole muy quedo, como temiendo sobresaltarla con los recuerdos.
Qué triste, ¿verdad Suso? Y que alegre a la vez. Has completado el ciclo. Has encontrado probablemente más de lo que buscabas, aunque no ha resultado todo lo perfecto que pretendías, este regreso de perspectivas inciertas. Admira tu valentía y aplaude tu generosidad. No te arrepientas de nada, porque tus intenciones habrán sido valoradas en su justa medida. La vida puede ser así de dura e injusta, o así de hermosa, plena de retos por alcanzar. Nadie ha castigado tu cobardía. Quizás fuiste más valiente de lo que imaginas abandonando entonces para que ella no sufriera. Es posible que tu breve presencia haya actuado como un bálsamo en su maltrecha memoria y ahora, esos ojos color de miel que te han contemplado sin reconocerte, estén mirando las manos que el contacto de las tuyas ha reconfortado, quizás buscando en ellas el calor de las caricias del pasado.
Un último café en el irreconocible escenario de brillantes colores y atento camarero. Un taxi que atraviesa el pueblo - ¡Que cambiado está todo! – camino de la estación. Un tren que llega silencioso y se detiene con un ligero chirrido de sus frenos. Una última mirada a la estación remozada, una última añoranza de los bufidos y el humo de la locomotora que le condujo lejos hace ya tanto tiempo. Y un beso y un inaudible – Adiós hija – y un último saludo, desde el otro lado del cristal del vagón, desde donde Suso no puede escuchar las palabras que susurra Sol Ortuondo – Adiós padre.- mientras un llanto sereno inunda sus ojos. Y regresa la canción, “Cuando vuelva a tu lado…” , a la memoria del anciano, al compás del traqueteo del tren que le devuelve a ninguna parte.