La Fruta Fresca
Julio Soler
Y entonces ella sonrió. Entornándose los ojos, se tapó la boca por un instante:
-Las alfombras persas hay que pisarlas y pisarlas. Se embellecen.
Comparecer a las citas con ella era un jarro de agua fría para las vísceras. Una taquicardia deseada. Recordaba la escena de Fellini 8 ½ entre Claudia Cardinale y Marcello Mastroniani (......)
Cruzaba las piernas con la maestría digna de una prostituta al piano.
-¿De veras le gusta la primavera?
-Sí. Sin embargo la vida no está en los trópicos.
La tarde, insaciable, buscaba procedimiento para dejarse notar, aunque fuese tímidamente a través de las celosías. Un viscoso halo de indiferencia envolvía las siluetas de los criados, del diván, de los dos biombos, de la chimenea, de las trompetas. De la estancia entera. Yo me preguntaba qué es lo que nos impulsa a amar. (¿Qué es lo que nos impulsa a amar?)
Las palabras eran exclusivas.
-Usted debería conocer a mi madre.
Yo rompí un cigarrillo a la altura de la boquilla. Una parte seguía consumiéndose inútilmente. Ella se alegró y volvió a taparse la boca, como medrosa de un inminente bostezo. Deseaba contárselo todo. Porque yo todo lo perdono. La miraba. Pasaba mis dedos por el gélido mármol de la mesa.
-¿Está usted fatigado? Lo veo blanco como el mármol.
-No sé... Estoy bien. Quizás sea la poca luz, el ayuno o tal vez los criados...
-¿Quiere que le haga preparar un pijama, un camisón?
-No, no, por favor. Ya parece que me encuentre mejor. Gracias.
(Las barcazas inofensivas del inofensivo Rhin. Aneurol in my Heart. Recuerdos. O tal vez un sortilegio... Mm, debería medir ciertas interpolaciones).
Ocurría todo como en juego infantil: una cosa estúpida desencadenaba otra mayor. Reconfortante. Los gestos, las mordeduras de labios , los perfiles maquillados y premeditadamente aderezados. En efecto, estábamos tan enfrentados como en el juego de la oca. En realidad era loque hacíamos: jugar a la oca apasionadamente para que los criados se retiraran.
-¿Conoce El baile de la vida de Edward Munch?
-Sí... Y usted debe saber que esa luna me apetece demasiado.
Yo regresaba de viaje y sólo veía a mujeres con la mano izquierda hundiéndose en sus cinturas. Inconscientemente intenté reconstruir la Señal de la Cruz. Todo fue en vano. Estaba enamorado pero no estaba satisfecho. (A Certain Ratio)
Ella sugirió cambiar de dados. Inmediatamente acepté. La fruta estaba fresca, deduje.
-Las caras opuestas han de sumar siempre siete.
Y entonces quise decirle: ¡Melanie, Melanie! ¡Tanto tiempo adivinando las ranuras de su cuerpo! ¡Tanto tiempo amándola en el más escandaloso de los silencios! ¡Tanto tiempo frecuentando su pinada! ¡Tanto tiempo... y jamás nos hemos referido a los aposentos! Sus blanquísimos incisivos, su maldita media pierna abriéndose paso a través del sosegado atrevimiento de mi copa.
Pero nada. Todavía no había llegado a sacar conclusiones prometedoras. Me arrellanaba en el sillón tapizado con un estampado de ceremonias ibéricas de fertilidad, clavando mi mandíbula sobre el hombro. Estremeciéndome como en una vil estratagema. Languideciendo... y ella:
-¡Me duele el costado! ¡Mm, me arde el costado! Juguemos. Y usted, ahora no se vaya a lastimar con esos comprometidos gestos suyos y esas exquisitas convulsiones. Hemos puesto todo el dulce en la partida y...
-Seis. Avanzo. Avanzo hasta caer en el unicornio de las siete córneas o hasta la luz violeta cegadora o hasta el pozo. Dejo de tirar dos veces. Tres veces. No tiene importancia...
-Sí, si la tiene. Además usted apenas se fija en el juego -dijo ella.
-Es usted la que hace que me comporte así.
Fue en ese instante cuando pude advertir como el ama de llaves abandonaba la sala a cuatro patas, seguido del mayordomo contagiado de mutis, impregnado de repentina lujuria. Probablemente sus inminentes contorsiones y jadeos derrumbarían mi fe en la victoria final. (Se derrumba el amor cortés) De golpe me sentí como un discreto hereje recientemente desmembrado, con trozos de mapa del tesoro adheridos en cada una de sus partes seccionadas. Y ya no sé si recordé aquellos interminables atardeceres cuando de, de niño, mi madre me obligaba a dar de comer a los abejarucos. Lo que sí estoy seguro que vino a mi mente fue la colección de edredones ajedrezados que celosamente guardaba en su alcoba la más bella de mis primas.
¿Y por qué entonces palidecí? Ella comenzó a susurrar de memoria el historial de sus partidas, sus experiencias sobre el tablero. El dado ya le había obsequiado con el premio capital. La noche, con su color habitual, teñía la carne de los criados que copulaban no muy lejos de nosotros. Sería quizás el final del juego. O el principio de un largo proceso de embellecimiento de alfombras persas, al cual cada día contribuiríamos con la danza frenética de nuestros desnudos cuerpos.