En el Museo de Einstein
Gabriel Rodríguez
En todo repaso musical del siglo XX que se precie, ya sea el We didn't start the fire de Billy Joel o el Qué fue del siglo XX de los granadinos 091, aparece la figura de Albert Einstein acompañando a los típicos iconos de la centuria, ya sean Marilyn, Mao, el Che o Gandhi. Por supuesto que todos ellos aparecen reducidos a la categoría de iconos pop, desprovistos de toda profundidad, casi jibarizados al tamaño de un llavero. Imagino que si no estuviéramos tan habituados a ver a uno de los grandes científicos de la modernidad con el pelo alborotado y medio palmo de lengua fuera a modo de san bernardo, nos resultaría chocante encontrarnos a Einstein rodeado por tan variopinta compañía.
Ciento diez años después de que se publicara la Teoría de la Relatividad Especial o Restringida y un siglo después de que se conociera la Relatividad General, se pueden hacer tres afirmaciones sobre Einstein sin temor a equivocarse:
Sigue siendo el más célebre de los científicos.
Casi ninguna persona de una cultura general media/alta sería capaz de explicar en qué consistió su aportación científica.
Muchas de las personas que conocen los rudimentos de la Teoría de la relatividad ignoran que Einstein recibió el Premio Nobel por su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico, que nada tiene que ver con la Relatividad.
El museo de Einstein en Berna, ciudad en la que el físico alemán trabajó en la oficina de patentes, permite un recorrido con cierta profusión a través de la vida y el tiempo de Einstein. Precisamente por esa combinación de la popularidad de su figura y el misterio que siguen encerrando sus teorías, la visita al museo resulta apasionante.
Los efectos que se derivan del trabajo de Einstein resultan aún hoy perturbadores. Más de un siglo después de que volara la mecánica newtoniana, que tan bien funciona a velocidades alejadas de la de la luz, los conceptos son resbaladizos y sus consecuencias se oponen a eso que llamamos sentido común. No hay que olvidar que Einstein instauró un nuevo modelo cuyas consecuencias intelectuales quizá aún no hayamos llegado a comprender.
Sorprende recordar que Einstein, tan moderno aún, nació, por poner algún ejemplo, solo tres años después que Antonio Machado, dos que Jack London o uno antes que Manuel Azaña. Mientras todos ellos parecen asimilados por la historia, cargados de una buena capa de polvo, la figura de Einstein sigue mostrándose un tanto intemporal, casi como a caballo entre un pasado que se hunde en lo más profundo de la historia de Europa y una anticipación que nunca termina por llegar.
Einstein tuvo tres nacionalidades y pasó por un periodo en que fue apátrida. Si a eso sumamos que su vida se alargó desde los comienzos del Imperio Alemán hasta la Guerra Fría y que fue uno de los revolucionarios intelectuales fundamentales del siglo, tenemos el boceto en trazo grueso. El recorrido por el museo trata además de humanizarle, recordando su preocupación política, su humanismo pacifista o su fama de mujeriego.
Callejeando por Berna a la salida del museo, dejándose seducir por la idea de recorrer los mismos recovecos por los que Einstein paseaba mientras elaboraba su teoría, uno tiene la impresión de haberse acercado un poco al científico, pero de seguir apenas atisbando en la penumbra las ideas que alumbró. Los tranvías se deslizan en silencio sobre la nieve y es inevitable no jugar a imaginar en qué momento Einstein tuvo la idea que le permitió prender la mecha que haría saltar la física por los aires.