El Coleccionista
Edwin Yllescas
Gabriel Otero analizó miles de botellas tratando de encontrar una que apenas recordaba. Todo fue inútil. No pudo hallarla y esto lo entristecía. Se le ocurrió que hasta ahora sólo había revisado botellas destinadas a la preservación de licores de cualquier naturaleza. No le quedaba mucho tiempo, pero lo dedicó al análisis de cualquier frasco de vidrio destinado al envase de medicamentos, y para evitar su desánimo anterior , extendió su pesquisa a cualquier recipiente de vidrio para la presentación de alimentos sólidos, gaseosos, o líquidos. Incluso, cualquier clase de probeta ?sin importar su forma o contenido? fue objeto de su minucioso examen. Sus capacidades de búsqueda, encuentro y análisis eran pasmosas. Cuando alguien le sugirió que se auxiliara con el Código Internacional Arancelario de Bruselas, o con cualquiera homónimo hispanoamericano, asiático, africano, o indio, apenas lo quedó viendo con una pequeña sonrisa. Una sonrisa que no quería decir nada ni decía nada. Fue una sonrisa del montón y como todas ellas en su mudez decía lo que a nadie le importa; especialmente en este caso , donde el azar burlaba toda sabiduría.
Las últimas veinticuatro horas en la vida de Gabriel, lejos de lo que se pueda creer, no fueron frenéticas. Lo invadió la paz. La dicha del final. Dividió su tiempo en tres partes irregulares. La primera la dedicó a olvidar sus búsquedas anteriores. La segunda, a despedirse de su amigo Eduardo Torres. Le decía: «mi querido amigo, mi hermano, mi maestro» ?cualquier cosa que sonara a solidaridad?, pero siempre supo que Eduardo era un ser enteramente desprotegido. Un abandonado de la nada. Un huraño del afecto. Una hoja arrastrada por las faldas que van y vienen. De sus últimas horas pasadas en vela sólo se retienen unas palabras. ?El tiempo se evanesce y yo debo regresar a mi mundo. A la botella que me trajo a la costa de este lugar. Eduardo no me necesita más?.