Según distintos indicadores, aparentemente fiables, el año entrante es el del despegue económico y de la salida de la crisis iniciada en el 2008. ¿Nos lo creemos? Yo tengo mis serias dudas, pero lo que sí tengo muy claro es la nefasta repercusión de la misma sobre el mundo cultural, agravada por políticas absurdas y un tratamiento fiscal ideado para volvernos cada día más paletos, por falta de recursos (no hay mucho que dudar si se trata de comer o ir al cine, pagar el alquiler o comprar una entrada para el ballet o el teatro, etc). El pirateo en Internet es sólo en parte responsable de los nefastos resultados que se están registrando, pues los datos hablan por sí mismos: Los cines han recaudado casi 115 millones menos que en el año 2013, 136 menos que en el 20011. El teatro ha recaudado un 34% menos que el año anterior. En cinco años, la danza ha caído, en número de representaciones, un 43%. Como no podía ser menos, las ventas de libros caen por sexto año consecutivo, acumulando un 38% de ventas menos desde el inicio de la dichosa crisis. En una década, la venta de música ha caído en picado, rozando el 77%. Vamos, que el mundo cultural se encuentra muy alejado de los brotes verdes. O, mejor dicho, se encuentra en caída libre, lo que resulta francamente preocupante.
A mi juicio, y dado que me toca de cerca, la industria editorial está obligada a reinventarse, ya que el modelo clásico pierde la batalla frente a Amazon. Puestos a echarle imaginación a la cosa, las editoriales de prestigio tendrían que reconvertirse en agencias de clasificación, cuyo sello ha de valorizar o revalorizar un producto. La edición en papel (y esto lo saben las independientes desde hace mucho tiempo) deberá realizarse bajo pedido, probablemente a cargo de terceros, y ya no tendrá sentido (nunca lo tuvo) que la vida de una publicación se vea limitada a las escasas cuatro semanas que se mantiene en las librerías y que desemboca en la obligada destrucción de los ejemplares sobrantes. Tanto esfuerzo para nada. Tanta implicación para ser demolido por el rodillo de una industria ávida de novedades y que considera que a cierto título ya se le ha pasado el arroz al mes de haber sido expuesto al gran público. Esto es simplemente absurdo, por no decir indecente y autodestructivo.
El futuro requiere de grandes cambios inaplazables, y el sector público debería estimularlos o, como mínimo, facilitarnos, pero no tiene sentido que juegue a liderarnos. Hay que dotar a las industrias culturales de medios para sobrevivir a tanta agresión (el pirateo, el monopolio cinematográfico norteamericano, etc). Basta ya de preocuparse de si abortamos, de si fumamos o de si reciclamos correctamente y a todas horas. Basta ya de inmiscuirse en el ámbito de lo privado y más trabajar para que en futuro leer un libro, ir al cine o ver un espectáculo sea algo no reservado para los más ricos. La cultura nace del pueblo y al pueblo debe volver. Que así sea.