Traté al arte como realidad suprema y a la vida como simple ficción. Desperté la imaginación de mis contemporáneos, que crearon el mito y la leyenda a mi alrededor. Reuní todos los sistemas en una frase y la existencia entera en un epigrama. Pero me dejé atrapar por largos hechizos de placeres sensuales. Perdí el control de mí mismo, y el timón de mi alma, sin darme cuenta. Permití que el ansia de placer me dominase. Y terminé en una espantosa desgracia. Sólo hay una cosa a mi favor: mi absoluta humildad.
Oscar Wilde
Hay, en El retrato de Dorian Gray, una frase que condensa en muy pocas palabras la clave y el fin, no sólo de esa genial novela, sino de la vida al completo de Oscar Wilde: Curar el alma a través de los sentidos y los sentidos por medio del alma. Lo espiritual y lo carnal, lo diabólico y lo ascético, el cielo y el infierno unidos para el goce exclusivo del creador: esa búsqueda ciega de placer e ideal, tan al estilo del dandismo finisecular, que persiguen protagonista y autor, y que termina en ambos casos en trágica expiación.
En realidad, salvo quizás en sus últimos días, Wilde encarnó en sus textos y sus personajes todos los complejos y dudas morales que siempre le condicionaron: la lucha interior entre el hedonismo y la mística, entre el desenfreno y el arrepentimiento, consecuencia ineludible de su ambigua personalidad. Su vida entera es un ejemplo perfecto del ideal decadente (refinado, esteta, andrógino y maldito), y su obra, en especial El retrato de Dorian Gray , una de las más importantes de la literatura inglesa de todos los tiempos. Razones, ambas, que justifican los cientos de estudios críticos que sobre él se han escrito en las últimas décadas.
Nacido en Dublín en 1854, hijo de un médico y una poeta irredentista, Wilde manifestó pronto inquietudes literarias y estéticas. A los diecisiete años ingresa en el Trinity College y tres más tarde en Oxford, donde comienza a interesarse por el movimiento prerrafaelista, una vanguardia a caballo entre el erotismo y la mística, entre lo morboso y lo etéreo, que sienta las bases de su futura personalidad.
Inspirado en el hedonismo pagano, comienza poco a poco a destacar por su excéntrica elegancia (al estilo de Byron y Keats) y su brillante y paradójica conversación, además de descubrir su verdadera inclinación sexual y a frecuentar los salones de moda de la alta sociedad victoriana. Aún no ha publicado nada ni ganado mérito alguno para alardear de joven promesa, pero debido a la extravagancia de sus gestos, todo el mundo en Londres comienza a hablar de él.
En 1881 publica su primer libro, Poesías, que pese a fracasar frente a los críticos, supera con creces las previsiones de venta de sus editores. Y a partir de entonces empieza su celebridad: las conferencias en Estados Unidos, su encuentro en París con Mallarme, sus colaboraciones de prensa y la redacción de sus mejores obras: El fantasma de Canterville (1887), La decadencia de la mentira (1891) y El retrato de Dorian Gray (1891), una novela llena de alusiones autobiográficas que pone en tela de juicio el valor de la encorsetada moral de su tiempo y le catapulta definitivamente a la fama.
La homosexualidad subyacente, la obsesión por lo sensitivo y la fascinación por la esencia del mal hacen de este libro una especie de canto de cisne del movimiento decadente. En especial por ese manifiesto esteticista que precede a la novela y mediante el cual Wilde parece querer de algún modo justificar la subversión que sugieren sus claves: la elección del mal, como dilema existencial-filosófico, que caracterizó las más polémicas (y geniales) obras de su tiempo: Las flores del mal, de Baudelaire, Los cantos de Maldoror, de Lautreamont, y Al revés, de J.K.Huysmans. Quizás, alertado por los procesos penales que en su día habían provocado la publicación de estos libros, y consciente del mensaje que sobre cualquier moralina final contenía El retrato de Dorian Gray, Wilde afirma rotundamente en su prefacio: Un libro no es nunca moral o inmoral. Está bien o mal escrito. Ningún artista tiene simpatías éticas. En un artista una simpatía ética constituye un imperdonable amaneramiento de estilo. Ningún artista es nunca morboso. El artista tiene derecho a explorarlo todo.
Salvo por ciertos pasajes, en exceso románticos y endulcorados, El retrato de Dorian Gray ha tenido una espléndida vejez. La misma, o parecida, que han tenido los tres libros citados. Y ello porque, al margen de peculiaridades de estilo, todos plantean como trasunto de fondo el problema ontológico de la razón moral y la validez del orden fijado, que desde antiguo ha interesado al hombre.
Sin embargo, y pese al éxito obtenido como ensayista y narrador, fueron las piezas teatrales posteriores las que definitivamente le encumbraron: El abanico de lady Windermere (1892), Una mujer sin importancia (1893), Un marido ideal (1895) y La importancia de llamarse Ernesto (1895), comedias de diálogo mordaz, llenas de paradojas y enredos, que ocultaban bajo hilarantes juegos de palabras una despiadada crítica social.
Wilde se convierte así en el dramaturgo inglés de moda, punto de mira de la prensa y la opinión pública, y personaje clave en el ambiente intelectual de la época. Pero paralelamente a ese éxito (o quizás a consecuencia de él), también entra en su vida el joven Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, con el que se embarca en una tormentosa relación que termina situándole frente a los tribunales. Se inicia así un proceso judicial en el que Wilde es condenado a dos años de trabajos forzado por escándalo público y corrupción moral, y se le ingresa finalmente en presidio, vilipendiado y desposeído de todos sus bienes.
De esta experiencia nacen sus dos últimos libros, La balada de la cárcel de Reading y De profundis, un documento sobrecogedor sobre el sistema penitenciario inglés y la hipocresía moral de la sociedad victoriana, que en forma de epístola dirigida a Bosie (lord Alfred Douglas), expone con una sobriedad nueva hasta entonces los detalles de sus escabrosa relación y su confinamiento.
Pero el Wilde que la cárcel devuelve al mundo ya no es el mismo de antes. Incapacitado por completo para crear, deteriorado físicamente, exiliado en París y sin apenas recursos, su estela se va diluyendo entre muchachos de alquiler y sórdidas tabernas hasta extinguirse en el mísero hostal donde fallece el 30 de noviembre de 1900. Curioso final para el que sólo cinco años antes fuera el dramaturgo más brillante y aplaudido de Londres.
Aunque, afortunadamente, el tiempo ha hecho luego justicia, situando su obra por encima de cualquier prejuicio moral y validando así uno de sus principios más lúcidos: Revelar el arte y ocultar al artista es el fin del arte.
Algo que, de todos modos, no está de más recordar.