Anochece en Caracas. Elena entra apresurada al “Café del Sol” ubicado en la Av. Andrés Bello. Le hace una seña al mesonero y se sienta en una mesita de mimbre que está ubicada casi al centro del local, la de siempre, la de costumbre. Se remueve incomoda en la silla y se desliza hasta la punta (manía tonta aquella que le quedó de su abuela) hasta que queda cómoda y logra relajarse, se retuerce el cabello con gracia haciéndose un moño que aguanta al descuido con un bolígrafo. Aquel bolígrafo igual al que juguetea entre los dedos de él cada tarde, y se pierde entre sus dobleces de piel terracota.
Está nerviosa, una sutil capa de sudor le cubre la piel color melocotón, dejándole un tono rosado en las mejillas. Hoy lleva puesto aquel hermoso vestido de flores que le trajo Fabio de Argentina, ese que lo enloquece, ese que le demuestra que es suya. Mira el reloj, son las seis y cuarto, faltan apenas veinte minutos para que Fabio salga del trabajo, esa idea la pone más nerviosa, en especial porque él no ha llegado. Un mesonero despeinado se le aproxima, sin quitarle la mirada de las piernas que, cruzadas con gracias, se descubren hasta medio muslo. Le toma la orden.
–Una soda fría con limón porfa –le dice, mientras se quita la pintura morada de las uñas y se las mastica con los dientecitos de adelante.
Oliver ya lleva diez minutos de retazo, eso quiere decir que sólo podrán comerse libremente unos veinticinco minutos. Veinticinco, veinticinco minutos ridículos en ese mar de veinticuatro horas que conforma su día, pero que los ha estado esperando con ansias desde que abrió los ojos en la mañana.
La primera vez que se vieron fue en ese mismo café, ya hace más de tres meses, así como por casualidad, como impulsados por el destino. Él, la reencarnación viva del Dios Pan, se había fijado en ella al instante, levantó su copa de vino y se la dedicó. Ella, como tejiendo la cuerda entre la cordura y el deseo, le dibujó una sonrisa y lo siguió.
Así comenzó su historia. Convencer a Fabio que lo esperaría a la salida del trabajo cada día no fue complicado, él se extrañó, por supuesto que lo hizo, pero como para no preocuparse, lo celebró con una de sus rizas insoportables y se convenció a si mismo que su mujer lo amaba, y que estaría sufriendo uno de esos ataques repentinos de amor. Así se inició esa rutina diaria, un café con Fabio, una copa de vino con Oliver.
Seis y veintidós y todavía no llega. No es que no sea feliz al lado de Fabio, lo es, como no serlo, él le da todo, la cuida, la consiente. Están juntos desde hace diez año cuando la rescató de su pueblo y se la trajo a Caracas; a él le debe haber crecido, por él dejó atrás sus días de bohemia indomable que vivía entre pinturas y filosofía barata y se volvió la administradora de empresa entre trajes y maletines.
Era feliz, de esa forma que le era ajena, pero era feliz que al final es lo importante. Sin embargo, la aparición de ese hombre en el café la había enloquecido, le había recordado aquel instinto de mujer loba que llevaba dormido.
Oliver llega al fin, con su aspecto desgarbado. Luce una camisa blanca con botones de madera y un jean ajustado que le marca lo necesario. A pesar que los años han hecho ya jubilarse una parte de su cabellera, no ha perdido ese aspecto juvenil y salvaje que lo caracteriza. Es atractivo y lo sabe. Se sienta en la mesa de costumbre, hace señas al mesonero y este, sin dudarlo se apresura a traerle el vino.
Al fin la mira, se la come con la mirada, Elena se siente feliz, el vestido funcionó, tal como lo imaginaba. Es suya, sólo suya, y se lo dice a gritos con su cuerpo. No hacen falta palabras, por ahora, no hace falta más nada. Levanta la copa hacia ella y la invita a brindar, Elena baja la vista coqueta, pestañeando como loca, eleva dulcemente su soda y brindan sin tocarse por ese deseo desenfrenado que les corre por las venas.
En ese momento entra Fabio, apresurado, reseco, plastificado. Se sienta en la mesa con Elena y le suelta:
–Hoy no tomaré nada cariño, estoy cansado. Mejor vámonos, me quiero acostar contigo. Yo pago en la caja –y casi con el mismo impulso que hizo para sentarse, se levanta y se aleja.
Anocheció en Caracas. Otra tarde perdida, “hoy fue él el que llegó tarde”, se da ánimos Elena, “mañana sí, mañana sí me siento en su mesa y me le presento, mañana, será otro día. Ojalá se llame Oliver, siempre amé ese nombre”.
Elena se levanta y sale del café contorneándose, en el preciso momento que una rubia se sienta, como cada día, en la mesa de “Oliver” y le come la boca con deseo desbordante.