La barahúnda humana que se dirige a sus trabajos inunda las calles de la megalópolis. Ciclo tercero. En filas, avanzan ordenadas hacia las factorías, donde trabajan en periodos lógicos de producción. Hombres y mujeres que laboran durante el ciclo rotatorio absoluto. No existen horarios. No existen amaneceres ni ocasos. No existen elementos con que medir el tiempo. Hombres y mujeres, insomnes por transmutación genética, acuden en perfecta formación a las inmensas fábricas. Su resultado individual relativo es programado desde su nacimiento como el único factor válido para la quotación de sus vidas. Inteligencias artificiales controlan, sin perder un ápice de detalle, el volumen estimado de cada turno, al final del cual sus componentes regresan a los cubículos asignados donde se someten a su sesión de inhibición cotidiana. No existe el descanso. Hombres y mujeres recibirán al final de su vida productiva un legado de ilusión holográfica y se les permitirá, mediante una proyección virtual en su cerebro, viajar, conocer las tierras de antes donde sus primitivos antepasados malvivían en un mundo en el que existía la noche y el sueño. Población evolutiva que, a través de generaciones, ha devenido en seres en mutación constante. Alienados que ignoran el sueño. Impasibles ante el cansancio. Esclavos ignotos del poder que controla el sistema.
Genéticamente programados para la producción incesante, constituyen una sociedad insustancial donde todos los acontecimientos han sido concebidos por los miembros de la cúpula de sabios dominante. Es tan inmensa la influencia de éstos en la población, ejercen un control tal sobre la misma, que nada, ningún acontecimiento por nimio o insignificante que resulte, escapa a su vigilancia. Las parejas son escogidas con celo en función de su valor reproductor previsto. Mediante sofisticados procesos de selección donde ni la atracción física ni los sentimientos serán considerados como elementos decisorios. La libido es dosificada para que los acoplamientos positivos tengan lugar en periodos de producción óptima a fin de que el placer sexual resulte un incentivo, un premio a los esfuerzos de los trabajadores ejemplares. Sin embargo, el reconocimiento máximo a estos méritos, el galardón supremo a que aspira todo habitante de la megalópolis es ser designado para viajar al tiempo pasado y trasladar después a sus congéneres, en conferencias virtuales múltiples, la decadencia, la corrupción que existía cuando sus habitantes malgastaban en el sueño una tercera parte del tiempo útil.
Un pitido inesperado me despierta. El pitido y el traqueteo cadencioso del vagón me devuelven a la realidad. Me desperezo y estiro los brazos en un gesto mecánico, mientras observo a través de la ventana el paisaje que se desliza veloz al ritmo marcado por los postes del teléfono, que parecen circular con movimiento propio en sentido contrario al tren en que viajo.
Me he dormido profundamente y el despertar se convierte en un cúmulo de sensaciones desagradables: dolor en las cervicales, un inconfesable sabor de boca y, sobre todo, un terrible dolor de cabeza, que me impulsan a abandonar el compartimento donde permanezco solo y dirigirme al lavabo del pasillo para refrescarme. Cuando regreso, un pasajero ha ocupado uno de los asientos frente al mío y me saluda con un gesto. Calculo que faltan aún un par de horas hasta mi destino y decido aprovecharlas repasando las notas del cuento que estoy escribiendo. En mi mente bullen mil ideas que no consigo hilvanar de forma correcta. Apenas intento maniobrar con unos personajes o con unas situaciones, todo parece diluirse, como si mi cerebro fuese incapaz de la concentración necesaria. Sin embargo, algo que no he escrito y aún inconcreto, va tomando forma con una intensidad inusual, obligándome a desechar las cuartillas con mi proyecto y dar forma a aquella historia que he “visto” de pronto, nítida y concreta y que en un golpe repentino de inspiración hace que parezca como si la estuviese ya leyendo en un libro impreso. El futuro, hombres transformados en seres insomnes para aprovechar todas las horas del día en producir y producir, el control por parte de sabios implacables, programación milimétrica de sus vidas…. De pronto, me echo a reír e, involuntariamente, exclamo en voz alta:
- ¡Vaya! Sólo falta que le ponga la música de Pink Floyd y obtendré una especie de profecía de Orwell mezclada con “El Muro”.
Mi acompañante se vuelve hacia mí inquiriendo.
- Disculpe – dice con un acento un tanto particular – No le he entendido.
- No es nada –. respondo - Perdone si le he molestado. Hablaba conmigo mismo.
Incómodo, vuelvo al silencio, fijándome por primera vez, con detalle, en el hombre que, frente a mí, permanece inmóvil en una postura un tanto envarada, con la mirada fija en un punto del suelo. Me llaman la atención las ropas del viajero. Los tonos grises de su indumentaria: chaqueta estructurada y unos pantalones estrechos, que parecen como “dibujados”, como los trajes que visten los elegantes detectives de un cómic. Su rostro, sin embargo es vulgar, anodino, sin rasgos destacables. Sólo los ojos transmiten una cierta inquietud. De improviso, el extraño se vuelve hacia la puerta de cristal que les separa del pasillo.
Vestido con ropas de parecido corte, un hombre le observa desde el pasillo.
Sin despedirse, el pasajero abandona el compartimento.
Tiene conocimiento de su elección para viajar al tiempo pasado mientras, ante el simulador de esfuerzo, realiza sus ejercicios antidesgaste previos a la sesión de inhibición total. A través de un mensaje subjetivo de cumplimiento inmediato se le ordena presentarse en la gran sede de la cúpula de sabios. Allí se le comunica de forma oficial su designación para el galardón supremo y se le presenta a su acompañante. Las instrucciones son grabadas en su terminal e intercomunicadas con el otro viajero, de modo que aunque se separen por algún motivo permanezcan siempre en contacto de forma telepática. Su misión, bien conocida a través de la propaganda oficial, conseguir la máxima información de la degradación existente en el pasado. A su regreso, en actos multitudinarios y demagógicos orquestados por el aparato, intentarán contrarrestar de algún modo la corriente disidente de los ocultos que han evitado la dominación oficial. Porque, en reducido número, los ocultos amenazan con ganar adeptos y socavar un sistema perfecto en apariencia. Pero sus intenciones reales son diametralmente opuestas. Como todos los disidentes, una malformación, un error en la configuración de su esquema de obediencia, han permitido en él la posibilidad de la insumisión. La oposición integral al régimen dominante. Los disidentes, secretos e invisibles para la cúpula autocrática, se afanan en hallar el lenitivo con que aliviar la situación opresiva para sus congéneres. Combatiendo el terror de la policía política. Simulando no transgredir ninguna de las consignas ni obligaciones dictadas para la gran masa. Un uso inteligente de la oportunidad de translación significará el inicio para la consecución de sus fines. Confía en que en el pasado podrá contactar con algún ser dispuesto a prestarle ayuda para sus planes. Pero antes deberá asegurarse de poder neutralizar, con un proceso de encriptado, el sistema de intercomunicación telepática que ha sido grabada en su terminal y en la de su acompañante. Durante la fase previa al lanzamiento, mientras son conectados al dispositivo de aceleración de moléculas, circuita uno de los cabezales biónicos y con ese, al parecer, fortuito defecto, la función queda interrumpida. Ahora sólo cabe esperar el momento preciso para la translación, para el gran viaje. Conectados todos sus terminales a la compleja maquinaria, aguarda, junto con su acompañante, el momento de la regresión molecular. Con un cierto temor a lo desconocido, comprueba cómo, uno tras otro, los paneles de control genérico indican la situación del proceso previo. La tenue luz que emana de los sofisticados aparatos y el zumbido monótono de los aceleradores le sume en un extraño sopor que, despacio, va transformándose en una inconsciencia absoluta. El gran viaje ha comenzado.
La materialización le provoca sensaciones jamás percibidas. Como si despertase de un profundo sueño. Al abrir los ojos, la luz del ambiente le ciega por unos instantes. Está en el suelo y al intentar incorporarse todas sus articulaciones protestan con un dolor profundo. Ya de pie, las nauseas, el mareo, le impiden permanecer en aquella postura y se sienta en una butaca junto a una ventana. Despacio, las percepciones físicas se normalizan y trata de situar su ubicación. Un ligero traqueteo y el desfilar del paisaje por la ventanilla le indican, le confirman, que está a bordo de “algo” en movimiento. Observa aquellos extraños ropajes que viste. Se siente inseguro. Trata de tranquilizarse. No hay nadie en aquella especie de compartimento. Un hombre joven abre la puerta y después de saludarle se sienta frente a él. El dispositivo telepático emite un rastreo identificativo automático: varón, 35 años, 80 kilos, 180 centímetros, raza blanca. El extraño, ajeno al proceso de análisis a que es sometido, parece sumirse en sus pensamientos. Contempla por un instante algo que lleva en su muñeca y extrae de un maletín una carpeta, de la que separa unos papeles, que consulta. Ampliando el ratio de rastreo consigue “ver” de algún modo el contenido de aquellos papeles: nombres, situaciones sin sentido, tachaduras, rectificaciones que parece calibrar adquiriendo, de pronto, una actitud de abatimiento, de contrariedad, como si no le satisficiese lo que está leyendo, quedándose mirando por la ventanilla como distraído, como ausente. Es su oportunidad. Sus dotes mentales de intercomunicación plantean un inaudible mensaje. Al impactar en el cerebro del hombre, reacciona éste, inquieto, cambiando de postura. Como concentrándose, como si leyese de un libro invisible que flotase frente a él. Su risa y su voz le sobresaltan.
- ¡Vaya! Solo falta que le ponga la música de Pink Floyd y obtendré una especie de profecía de Orwell mezclada con “El Muro”.
- Disculpe, no le he entendido – se vuelve hacia él, inquiriendo.
- No es nada – responde aquel hombre – Perdone si le he molestado. Hablaba conmigo mismo.
Vuelve a su silencio. Se sabe observado por el extraño que le mira como si algo en sus ropas o en su aspecto le resultase sospechoso. Mientras, sus sistemas extrasensoriales han rastreado una presencia no deseada y le obligan a volverse hacia la puerta desde la que su acompañante ha asistido en silencio al proceso de comunicación. Sin duda, el circuito alterado se ha regenerado durante la materialización. Comprende que ha sido descubierto y el significado de la inaudible orden que recibe. Sabe que todo ha terminado. Obedeciendo, se levanta de su asiento y se reúnen en el pasillo. Juntos se dirigen hacia el fondo del vagón. Antes de que ambos emprendan el viaje de regreso, en una fracción de segundo, una última y angustiosa llamada de auxilio escapa a la vigilancia sensorial a que es sometido.
El extraño personaje abandona el compartimento sin mirarme. Sin saludar, se reúne con el hombre que aguarda junto a la puerta. Estoy aún intentando descifrar de dónde ha podido salir aquel increíble relato, aquella inverosímil historia que se ha apoderado de mi cerebro por unos segundos, como si la leyese. Como una suerte de inspiración súbita. Trato de recordar todos los detalles. Quizás le encuentre utilidad para algún relato de ciencia ficción. Me dispongo a tomar unas notas cuando, de pronto, una nueva visión subliminal me sacude como una descarga eléctrica. El mensaje llega hasta mí claro, explícito en su demanda de socorro. Aún aturdido salgo al pasillo, por donde han desaparecido los dos hombres hace un instante. Miro en los otros compartimentos, en los lavabos. Nadie. Ni rastro de ellos. Con la sensación de haber llegado tarde para evitar algo terrible y desconocido, en la soledad del departamento vuelvo a reírme, como queriendo apartar de mi mente un absurdo sentimiento de culpabilidad. Intentaré dormir el resto del viaje. El desfilar vertiginoso del paisaje a través de la ventanilla actúa como un sedante.
Sin embargo, la alucinante historia sigue allí. Presente, nítida.
Va tomando cuerpo. La escribiré.
La titularé: La ciudad insomne.