Su primera sensación fue que estábamos todos perdidos. Se preguntó si de alguna manera era posible entender el año nuevo como una ficción amable, y los dientes le pesaban tanto ahí, colgados de las encías, que supo que no iba a poder soportarlo un minuto más. Para qué sirven los dientes después de todo, para mordernos unos a otros, para entendernos a dentelladas entre balbuceos o gritos, para encantarnos, nublarnos la vista de felicidad por cosas que no nos pertenecen.
Nunca nos pertenecen los manjares, ni las parejas. Si somos decentes, si nuestro estómago es eficiente, nos vamos de las casas sin llevarnos nada. A la gente como él no le gusta llevarse nada de lo que le han puesto en la mesa. O en la cama.
Pero esto tenía que ser una ficción amable, y se asomó al balcón del año nuevo como si tuviera todo un camino de hielo polvoriento por delante, un lago helado con el suficiente agarre como para no resbalarse y romperse la crisma, pero igual de resplandeciente. Un camino de hielo, chispeante de indicios de lo que le esperaba. Como esos cuadernos de páginas amasadas de crema chantilly y pulpa amazónica que todavía seguía usando no sabía bien por qué.
Entonces con la levemente descascarada novedad del año colgándole de la mandíbula se sintió todavía más fuerte porque tenía amigos en mesas ruidosas, amigos que se miraban unos a otros a través de la inconmensurable llanura del mantel y se decían cosas con los ojos, y también estaban los que se decían cosas al oído, los que se teletransportaban a un espacio de conversación tartamudeando a dúo, y los que cantaban en coros desprolijos hinchados de etil. Un coro así, un coro de familia adoptiva hacía que de repente volviera a creer en la posibilidad de algo divino, algo permanente.
Los años cada vez llegaban y se iban con mayor velocidad. Pensó que se instalaban en nuestra vida con un despliegue de doses y ceros, o acaso ceros y unos. Sí, eso también. Todo nuevo, pero tan efímero, y no era esto lo que quería contar, dijo, pensó, se dijo a sí mismo.
Quiero una ficción amable, le dijo mostrándole todos los dientes a un perro que llevaba a su lado desde siempre, un perro de ficción, un perro compañero que se había fabricado a golpe de soledad, y pensó que ahora que había encontrado una familia, ya no iba a necesitar más perros imaginarios, aquellos que siempre se apoyan en tu pie malo para darle calor.
Se asomó a esa fiesta repetida de tener que estrenar un nuevo año, y pensó que los dientes se le descolgaban porque nos habíamos encontrado demasiado tarde.
Es eso, rumió, tal vez nos encontramos demasiado tarde.
Y lagrimeó un poco de pensar cómo hubiera sido si nos hubiéramos encontrado en el momento justo, supo que las entregas no eran para nada oficiales, que los sobres se caían de las manos porque no había más remedio, que las cartas no habían sido enviadas después de todo, con todo lo que él tenía que decir.
Con todas las personas que aún tenía que reencontrar.
Sería un bueno año, pensó. Se encontraría con todos aquellos que habían pasado a su lado demasiado fugazmente, y perdería para siempre a la gente lastre, esa que le hacía doler los dientes y las encías, el punto exacto donde el diente se arraiga para luego salir, y luego colgar y luego caerse, cuando llega el momento de los tejidos purulentos.
Porque también supo que habría un momento de reconocer, y hasta de apreciar su cuerpo blandengue, sus nuevos tendones rebeldes, los músculos que no le respondían como antes. Pero todavía estaba intacto el músculo de la risa, las sabias palabras de otra gente, las cosas queridas que colgaban de la pared. Vio su vida iluminada desde dentro, como en un invernadero. Invernadero es una palabra muy normal que ilustraba algo muy bello, antes de que hayamos tenido que usarla para preocuparnos por todo el daño que hemos hecho.
Con la pueril esperanza que lo atacaba cada principio de año, deseó que esas cincuenta y dos semanas fueran un invernadero, un conservatorio con una preciosa y firme estructura de hierro, con remaches a lo Eiffel, con plantas tropicales, con lianas y musgos y tréboles y cosas de esas que le gustaban tanto.
Por supuesto deseó también un año lleno de mujeres, que era lo que le gustaba de verdad. Aunque tal vez le gustaba la idea de que hubiera una sola mujer que llenara todo el año de una vez. Una que no le hiciera imaginar ingeniosos comentarios para despedirse.
Y también un cuaderno de crema chantilly, ese cuaderno abierto que era el año nuevo, los grandes gestos futuros, las abarrotadas estanterías de sus deseos, prolijamente doblados y clasificados. Y más lagos helados y resbaladizos donde hubiera que deslizarse a toda velocidad para lograr el delicado equilibrio entre viaje y destino. Aunque ese hielo contuviera la posibilidad de que todo se resquebrajara y lo aguardara el fondo oscuro y helado, un fondo de algas azules de dedos inimaginablemente frío. Existía ese pequeña posibilidad, como todos los años, pensó, mientras se le caía definitivamente un diente.
No quiso que pareciera una limpieza anual de obviedades, no quiso que pareciera que nos despeñábamos. No quería dar una idea equivocada de la vida en la tierra. Quería creer que habría una oportunidad de reencontrarse con todos los amigos perdidos, apoyándose en el metal caliente de la felicidad.
Miraba desde el balcón al año nuevo con el coraje de un capitán de trineo de libro de aventuras, miraba el lago helado, y aunque se le hubiera caído un diente quería sentirse gordo, feroz, feliz.