Hace tiempo que me preocupa el daño que está causando esta fiebre -ya demasiado prolongada- de lo políticamente correcto en el arte y la creación. Cómo esta pesada losa de autocensura va edulcorando las pasiones y la manera de contar las historias. De qué manera quienes escriben, pintan, esculpen, ruedan o bailan se sienten abrumados por la ingente cantidad de sensibilidades susceptibles de sentirse atacadas, heridas, lastimadas o aludidas por cada brochazo de la imaginación artística.
Anoche, después de degustar con entusiasmo el Dios salvaje de Polanski (y Reza) me detenía también en las cortezas con las que estos mismos complejos de corrección nos van enfundando hasta hacer desaparecer casi por completo nuestras trazas humanas.
Es tal el grado de hipocresía con el que habitualmente nos conducimos que se impone de manera sutil e invasiva en nuestras relaciones más íntimas, en nuestro trabajo o incluso en la educación de nuestros hijos a los que transmitimos unos valores tan artificiosos y falsos que no hay manera de construir sobre ellos sin que se nos derrumben por el camino.
Pero ya resulta difícil escarbar dentro de nuestra contaminada moral (o moralinas) para saber con cierta honestidad qué es lo creemos y cuál es, si existe, nuestra propia visión del mundo, del bien y del mal, de lo justificable y de lo que no lo es, de lo que verdaderamente nos inspira la gente, las cosas, el mundo. En la mayoría de los casos, mostramos una imagen que dista tanto de la real que hace que nosotros mismos nos perdamos en este maremágnum de embuste y aderezo sin saber muy bien qué narices estamos haciendo en este lugar y este momento.
Tal vez el alcohol o los nervios nos hagan a veces salir de la comedia y vomitar lo que se nos había quedado en el estómago, hacer añicos los tulipanes y reírnos a carcajadas de nuestra propia infelicidad.
Hace falta valor para mirarse sin tapujos en el espejo y ver lo que somos de verdad, recordar, si podemos, qué es lo que sentimos, qué es lo que queremos.
Si alguna vez lo conseguimos sería precioso que fuésemos capaces de contárselo a nuestros hijos, escribir un buen libro o hacer una película como ésta, salvaje, para recuperarnos.