Padre, estoy viendo tu declive y me duele. Hondamente me duele. Tu caída física y anímica es la de tu hijo, un hombre en la medianía de la cuarentena con más dudas en los bolsillos y pesos tristes en el corazón. Un tipo que nunca llegará a nada.
Tú construiste una familia con tu duro y constante laborar en La Legión como oficial de 1ª, compraste una casa y luego otra más grande y luego un Renault-6 y una pequeña tierra para volver a tus orígenes, aquellos de donde venías, aquellos que siempre te llaman y lo harán hasta el final.
Tu esfuerzo callado para dar estudios universitarios a tus hijos, tú que aprendiste a leer las letras en la mili pero que tienes más saber que muchos loros, pedantes y culturetas que vomitan sus supuestos conocimientos desde los púlpitos académicos, desde los cenáculos literarios, desde las altas y dudosas cumbres de la intelectualidad.
Ahora que estás en el precipicio de los días y más retraído hacia ti mismo, observo tu silenciosa decadencia, tus caídas de memoria, el temblequear de tus antes fuertes manos, la repetición incansable de tus historias en el pueblo, en la fábrica, en la mili. Y me duele. Sinceramente me duele.
Quizás esperabas más de tu hijo. No lo sé. No me lo dices como tantas cosas que callas, con esa sabiduría y paciencia escéptica de los hombres que han vivido y saben, ven y no hablan. Este hombre extremadamente imperfecto que soy y que tú intuyes, que no ha creado su propia familia, ni su hogar, ni casi nada. No como tú que a mi edad habías levantado tu pequeño imperio particular.
Eres mi mejor ejemplo y pido que tardes mucho en irte tras el azul del misterio. Tu hijo caerá en la derrota y el desaliento cuando ocurra aunque deseo que antes pasen muchas primaveras desde la ventana.
Esa ventana, igual que el banco en el mágico parque, que es tu mirador al mundo. El espacio abierto a todos los días desde donde contemplas a los currantes que con las primeras luces del alba marchan a la fábrica, al taller, al andamio, a las mamás que llevan al cole al azúcar y sal de las casas, a las abuelitas que compran el pan en la tienda de la esquina. El microuniverso que circula bajo tu atenta mirada, que tú saludas y para quienes siempre tienes una palabra amable.
Me alegra que tú seas mi padre ahora que a estas alturas y bajuras puedo reconocerte mejor e imaginar tus inquietudes, ansiedades y esperanzas. Ahora que pese a estar divididos en el puente de dos edades, la tuya, mayor y la mía de hombre adulto, puedo comprenderte mejor y así respetarte y quererte más. No sé quién dijo que se ama lo que se conoce y veo que así es contigo.
Te Quiero.
Tu hijo imperfecto