Primera parte: Él.
Ella aceptó sin entusiasmo ir a aquella excursión de fin de semana en la montaña. Fue él quien tomó la decisión; pensó que era una excelente oportunidad para avivar una relación estancada y mustia, devorada por la sombra de la rutina. Irían con otras parejas, algunos amigos o compañeros de trabajo y otros, amigos de sus amigos o conocidos de conocidos. Formaban al fin un grupo heterogéneo y un tanto extravagante, con la peregrina coincidencia de la edad: casi todos franqueaban la línea de fuego de los cuarenta.
Ella estuvo callada y dormitando todo el viaje; él intercambiaba frases y bromas con unos y otras, haciendo gala de su sociabilidad y habitual buen sentido del humor. Llegaron al albergue recién caída la tarde, aún a tiempo de poder contemplar los últimos instantes de una puesta de sol que teñía de anaranjado el cielo de una pradera cruzada por un amable riachuelo de aguas transparentes.
Ella deshizo la maleta en la que había colocado la noche anterior la ropa de los dos, y se acostó pronto. Por la mañana estaba programada una ruta de senderismo. Se excusó diciendo que no estaba acostumbrada a caminatas de ese tipo y que, como estaba cansada, prefería descansar bien. A él le pareció deseable viéndola desnudarse en ese lugar distinto y lejos de su hogar, pero desistió de intentar nada. Ella le sonrió y le dio un beso en la mejilla antes de meterse en la cama.
- Anda, no te preocupes por mí y date un vuelta por ahí afuera; este sitio es muy bonito –le dijo comprensiva-.
Él salió a la terraza, encendió un cigarrillo y tomó una copa con algunos de los compañeros de viaje que andaban haciendo tiempo y ganas antes de irse a dormir.
Por la mañana, durante la expedición, ella no se quejó de nada, pero tampoco dio muestras de sorprenderse del paisaje, como hacían los demás, de los detalles que la naturaleza les ofrecía a cada paso, como el águila que vieron entrar en una cueva con una pequeña presa colgando de su pico, tal vez para alimentar a sus crías. Era como si estuviera ausente o, tal vez preocupada por algo que no quería compartir con su pareja. Sin embargo, correspondía educadamente a las atenciones que le hacían unos y otros, incluso podría decirse que con simpatía. Él se unió a un grupo y charló animadamente durante el almuerzo; ella hizo lo propio con otros conocidos.
Después de la comida, cuando creía que había ido a descansar a la habitación y él se disponía a reunirse con ella, le sorprendió verla dándose un baño en el río, junto con otros compañeros del viaje. Recordaba con toda seguridad que, antes de emprender el viaje, le había dicho que no se iba a llevar el bañador, pero era evidente que sí lo hizo; tal vez cambió de opinión a última hora… El agua le rozaba el pecho, y hacía aparatosos gestos de que estaba fría, pero se la veía divertida, disfrutando la feliz ocurrencia, chapoteando y jugando con los otros excursionistas, tan integrada entre ellos que parecía haber recuperado la alegría y la risa que desde hacía tiempo no iluminaban su rostro.
Un tanto desconcertado, el marido no supo si alegrarse a su vez de ver a su mujer tan contenta o molestarse por no haber sido invitado a participar en el improvisado festín acuático, pero no quiso darle más importancia al asunto.
Transcurrió la tarde mucho más animada que el día anterior, y que muchos días y semanas antes del viaje, y eso lo llenó de satisfacción.
Era evidente que aquel fin de semana diferente estaba produciendo un cambio positivo en sus vidas. Aunque, a decir verdad, los cambios más visibles estaban ocurriendo sólo en ella y, que él supiera, a pesar suyo; es decir, sin mediar intervención alguna por su parte. Eso le producía cierta desazón, o más bien un sentimiento de culpabilidad, aunque, por otra parte, daba por bueno todo lo que hubiera ocurrido con tal de que la sacara por fin de su letargo de princesa encantada. Porque eso parecía ella la última noche, una princesa recién descubierta buscando en su escueto equipaje y echando de menos los vestidos y utensilios de belleza que ahora quería ponerse y no tenía.
Mientras él se duchaba la oyó lamentarse de tener que ir en camiseta y pantalón corto a todas horas y luego, desde la puerta, le anunció que iba a jugar una partida al trivial que habían organizado las chicas y lo invitó a que se uniera al grupo de hombres, que iban a coger leña para encender la hoguera de despedida, con queimada incluida, que pensaban hacer en la noche.
Más tarde, sentados alrededor de la hoguera, con el fragor del fuego y las llamas reflejándose en sus ojos y en su pelo, la presintió lejana y distinta, como si esa mujer morena y altiva no fuera la suya o, quizá, como si dentro de ella habitara otra, desconocida y nueva del todo para él. Era una idea absurda, algo que nunca le había pasado por la imaginación, pero el cambio lo excitaba y le atraía sobremanera.
Ya era tarde y todavía tenían que recoger el equipaje, pues el regreso era a la mañana siguiente, bastante temprano, pero ella rehusó cariñosamente la invitación de retirarse juntos a la habitación diciéndole que se adelantara, que iría enseguida.
Mientras todos se alejaban, pudo ver cómo encendía un cigarrillo y se quedaba sola contemplando las estrellas de la que sería su última noche en la montaña: el carro, los gemelos, la estrella polar...
Se había quedado dormido sin querer, cuando lo despertaron los aullidos lejanos de unos perros. Quizá por la costumbre, quizá por el deseo, su primera reacción fue buscarla a tientas a su lado, en la cama. Amanecía en la montaña y la luz, filtrándose escandalosamente tras las gruesas cortinas, le mostró sin reparos la realidad, la traición, el engaño, el hondo vacío recién inaugurado en un cuarto extraño.
Segunda parte: Ella.
Fue de él la idea de pasar el fin de semana en la montaña inscribiéndose a última hora en aquel viaje de empresa: autobús, ruta de senderismo con guía experimentado y pensión completa en un albergue enclavado en un paraje paradisíaco –le dijo- alejado de la civilización.
Todavía no habían limado las asperezas de la última discusión y llegó con la noticia, sin consultarle siquiera. No era raro en él hacer las cosas de esa manera.
Aceptó sin rechistar por no avivar de nuevo una tensión que cada vez era más habitual en sus vidas y porque entendió que con ese gesto le estaba ofreciendo una disculpa en la que ella quería creer. Nada le costaba dejarse llevar, tal vez dejarse mimar, y a la vez tomar un poco de distancia del aire enrarecido que se respiraba en su hogar.
Él le aseguró que los compañeros de viaje eran muy agradables, gente muy divertida, y que se iba a sentir cómoda con ellos. A ella le extrañó que se preocupara de su comodidad en ese sentido, porque desde el principio se hizo a la idea de que aunque fueran con más gente, aquello era una excusa para reencontrarse, para estar solos y para avivar una relación estancada y mustia, devorada por la sombra de la rutina. ¿Qué importancia tenían los demás en ese caso?
Se sintió halagada, en cierto modo. Era evidente que su marido quería recuperar a toda costa lo que estaba a punto de naufragar, pero lo cierto es que no tenía fuerzas ni ganas de poner ilusión en los preparativos del viaje.
La noche anterior, sentados frente al televisor, él le leyó algunos folletos que explicaban cosas de la naturaleza, de la orografía, de la fauna y flora de la zona, pero ella no prestó mucha atención.
- Hay un río con cascadas y pequeñas grutas. Estaría bien echar los bañadores.
- ¡Oh, no! No me da tiempo a depilarme las ingles y, además, desde que me resbalé en el río Mundo -¿te acuerdas?- no me hace ninguna gracia bañarme en los ríos.
Preparó en no más de un cuarto de hora una pequeña maleta con lo que consideró apropiado para los dos, y una bolsa de aseo con los útiles de higiene imprescindibles, sin ni siquiera preguntarle qué ropa prefería llevar.
Durante el viaje, a ratos, se arrepintió de haber accedido tan dócil a los manejos de él. Sobre todo, viéndolo tan amigable con unos y con otras, bromeando y riendo sin parar, se preguntó qué pintaba ella metida en aquel autobús con aquella gente con la que nada tenía en común, al lado de un hombre con el que compartiría la habitación en el hotel, pero tan distante de ella como el único viajero solitario del autobús, sentado en el último asiento y totalmente absorto en su lectura, ajeno a todos los demás.
Le dolía la cabeza cuando llegaron, por eso nada más deshacer la maleta decidió acostarse. A él le contrarió un poco que lo hiciera tan pronto, sin mostrarse ni un tanto receptiva a las intencionadas miradas que le dirigió mientras se desnudaba, pero tampoco era una novedad el mutuo desapego que se profesaban, así que se sintió mucho más reconfortado con la licencia que ella le concedió para darse una vuelta o tomar una copa libremente en la terraza del hotel. A ella le extrañó ese pequeño brote de deseo en sus ojos, que no le pasó desapercibido, pero que dejó esfumar porque, de alguna manera, presentía que le hubiera podido provocar cualquier otra mujer.
En realidad, ya durante el trayecto, él pensó que, después de todo, tal vez hacer aquella excursión juntos no iba a servir de mucho.
En realidad, ya durante el trayecto, viéndolo tan sociable y entusiasmado con todo y con todos, y tan poco pendiente de ella, se lamentó de haber confiado en unas intenciones que no existían. ¿Cuántas veces más habría de equivocarse? ¿Cuántas oportunidades más estaba dispuesta a concederse?
Cuando él entró en la cama no advirtió que ella estaba despierta, pero ella sí notó que él había bebido de más y que no la había necesitado para divertirse.
Por la mañana temprano, después del desayuno, el grupo siguió al guía en la ruta programada por el entorno. Él le preguntó si estaba bien, y esas palabras fueron todas las atenciones que recibió por su parte durante toda la jornada. Le fastidió un poco ver lo bien que se relacionaba con todos, sus dotes innatas de líder, la irresistible atracción que ejercía sobre las mujeres del grupo, y comprobar lo diferentes que eran. Ella era tímida, insegura, poco decidida…, y él todo lo contrario.
En algún momento en el que agradeció los innumerables recovecos de la montaña y las bondades de un aire tan puro, mientras creía que por fin estaba a solas, rompió en llanto. Fue entonces cuando el viajero solitario apareció de no supo dónde y, sin preguntarle nada, imaginó la historia que se escondía detrás de su triste mirada.
Ella se dejó abrazar, y le gustó sobre todo hacerlo de aquella manera, sin mediar palabras y sin saber nada del hombre que la consolaba. La vida era generosa, al fin y al cabo, igual que la naturaleza. Desmedida y desproporcionada a veces en sus emociones, pero también ilimitadamente hermosa y magnífica en dones.
No necesitaba nada más que la inmediatez de aquel contacto espontáneo y sincero, al que tampoco pensaba concederle mayor importancia de la que tenía, pero que le daba la fuerza necesaria para no convertirse en estatua de unos acontecimientos que eran su vida.
Cuando vieron a los excursionistas bañándose en el río, decidieron unirse a ellos. Ella no se acordó de su marido. Hacía tiempo que no se divertía tanto. Tenía ganas de reír, de saltar, de amar, de ser libre, de olvidarse de sus preocupaciones, de hacer travesuras…
Al caer la noche sintió que el tiempo se había convertido en un verdugo y las horas contaban su marcha atrás. Al día siguiente todo volvería a ser como siempre, o tal vez algo se había movilizado en su interior y ya estaba preparada para remediarlo.
Sentados alrededor de la hoguera, en el fuego de campamento que a alguien del grupo se le había ocurrido, ella supo que también algo de aquellas llamas brotaba con fuerza dentro de sí misma, y también sintió esa misma fuerza incombustible y renovadora contemplando las estrellas en el firmamento, lejanas y firmes en medio de la noche y de los siglos.
Decidió que no tenía sentido hacer el viaje de vuelta juntos, porque todos los caminos importantes amenazan estatuas de sal si se vuelve la vista atrás, y a ella ya no le interesaba ningún camino de regreso.