Te lo dijeron, allá abajo en la tierra de tus padres. Te lo dijeron, que Europa era muy grande, por eso fuiste. ( J.M.Serrat – Salam Raschid) (1)
Todavía, aún cuando el dolor y el tiempo hayan calmado mis sentimientos, y mi tristeza camine ya por los caminos del olvido, todavía, repito, acuden a mi memoria los versos de aquella vieja canción; palabras que podía extrapolar casi al milímetro a una historia vivida en primera persona y que me marcó profundamente.
Desde el Gran Sur, donde la sombra de las palmeras es dulce y el agua del río camina de puntillas, cautelosa.
Yo era un forastero en tu tierra; un enviado de la especulación ante la oportunidad de su vida. Tú sentiste por mí una especie de empatía que, al principio, yo no alcanzaba a comprender. Tu aspiración, tu meta final, era conseguir lo que yo, en el fondo, despreciaba. Nuestros caminos estaban condenados a cruzarse, y a divergir, después, sin remedio.
Te lo dijeron, de noche, los pasos lentos de las dunas, que el desierto crece a medida que los ricos del norte rompen, sin ganas, sus relojes de arena.
Me hablaste de tus deseos de escapar de la mediocridad endémica de tu pueblo mientras yo me iba enamorando, inexorablemente, de todo aquello que tú rechazabas. En ocasiones, trataba de convencerte de los inconvenientes que hallarías para llevar a cabo tus aspiraciones, de por sí, legítimas. De demostrarte que el progreso, en el fondo, constituía un error. Que una cultura abanderada por la insolidaridad y por la competencia más feroz no era saludable para el alma.
¿Qué harás perdido en la bisagra de un Norte miedoso y un Sur desesperado? Te desgarrarán el honor y la camisa y una vez allí no volverás atrás.
El Norte no es país para gente sencilla como tú, que se lleva la mano al corazón en el saludo; que, en los días de fiesta, juega al dominó en la plaza del pueblo a la sombra de una buganvilla roja. ¿Cómo explicártelo sin herir tu orgullo, sin truncar tus esperanzas? ¿Cómo decirte que, a dos horas escasas de vuelo, apenas existen rastros de todo lo que tú me muestras con tanto amor. De todo de lo que, con orgullo, presumes.
Piel de color de dátil o de hollín, no serás inocente sea quien sea el juez.
Conozco ese racismo, esa intransigencia latente que habita en algunos sectores de mi país y tengo miedo por ti, por tu inocencia, y creo debo compensarte de algún modo por la luz y los aromas de esta tierra que me has brindado con vanidad; por la perspectiva de tu pueblo ante el tiempo, “hay más tiempo que vida”, decís. Por el respeto de vuestras tradiciones. Por haberme permitido recuperar el concepto de la amistad, de la solidaridad. No puedo permitir que tus anhelos desbocados te inciten a alcanzar esa tierra prometida con la que sueñas, a bordo de algún frágil navío surcando el mar de la esperanza en una singladura suicida.
Décimo roto, propina de urinario, eres todo lo que rechaza el fariseo. Coge la cruz y sube a tu calvario.
Estas eran mis intenciones; un intercambio emocional, la impaciencia frente a un conformismo adquirido; el azul de tu cielo y el dorado de tus arenas contra las nieblas de la contaminación.
Pese a todo, puse a tu alcance un pasaje confortable que te llevase a conocer lo que existía al otro lado de la frontera; del mar que nos une y nos separa. Pese a los malos presagios, pese a todas mis dudas, había algo en tu mirada cuando se perdía en la lejanía que me impulsó a concederte el beneficio de la duda y abrirte la ventana de tus deseos.
Hierves en el perol sueños del Sur contra la incierta rabia de morir solo. Querías volar y Europa es una jaula…
Y todos esos temores hicieron que mis manos temblasen en un extraño presentimiento cuando, por sorpresa, te entregué la llave necesaria para iniciar la aventura. Sin querer, puse en tu boca la ambrosía, el dulce sabor de tus deseos, desconociendo que ibas a traicionarme, sin saber que, en realidad, una vez allí ibas a buscarte la vida para no regresar. Pero no era fácil; no. Al contrario, lenta pero inexorable, Europa iba a tatuarte la piel y el corazón con la tinta indeleble de la realidad.
Ya ni sabes cuanto hace que caminas por ciudades alquiladas, arrastrando la sensación de sobrar en todas partes…
Te convertías en un ilusorio héroe, cuando en tus cartas inventabas para tu familia falsos logros. Y ellos, pese a la añoranza y la distancia, se sentían, en el fondo, orgullosos de ti y presumían en el pueblo del hijo triunfador.
Yo, mientras tanto, alimentaba quiméricas expectativas de que la experiencia te demostrase que tu sitio estaba aquí, junto a los tuyos, colaborando en el desarrollo de tu país y creciendo con él.
Y, al mismo tiempo, mi espíritu y mis sentidos se iban impregnando, día a día, de los blancos de tus mezquitas y de los azules de tu mar y de tu cielo. Y mi propia nostalgia se calmaba con una existencia con la que siempre había soñado y a la que había llegado arrastrando todos mis temores que, poco a poco, iban diluyéndose en la paz que me brindaba tu pueblo.
Te conocemos. Eres carne de subterráneo y de conquista. La cuña justa para que no se tambalee la mesa de la fiesta.
Y vas perdiendo poco a poco recuerdos por las aceras. Pero estás vivo y esperas, como las fieras…
El plazo se terminaba. Sabías que el tiempo legal de permanencia en el extranjero era limitado. Demasiado escaso para tus planes. Demasiado largo para mis aprensiones. Y tuve razón. Por desgracia, tuve razón. Tu inocencia te condujo a las malas compañías que te deslumbraron con proyectos para los que tu honradez congénita no estaba preparada. Y no viste, o no quisiste ver, en ellos más que nuevos horizontes. Ignorando los peligros que aquellas propuestas conllevaban.
El mundo se mueve para los que como tú caminan más de lo que quisieran…
Y, de pronto se hizo el silencio. Y todos temimos lo peor. Yo hice un desesperado intento por hallarte y convencerte de regresar y seguí tus pasos. La cárcel donde te encontré, luego de días de zozobra, no era, evidentemente, la culminación de tus sueños. Moví cielos y tierra, influencias, amigos, y logré rescatarte de aquel error. Pero tú ya no eras el mismo. Tu depresión se transformó en un odio hacia todos y hacia ti mismo que no acertaba a explicarme. Aún así, prometiste volver a Djerba. En cuanto hallases el valor suficiente para enfrentarte al fracaso, dijiste.
Supervivientes de prisiones y palizas que han decidido que les guíen los zapatos…
Y regresaste. Cumpliste tu promesa. Unos pescadores encontraron tu cuerpo golpeando las rocas donde te sentabas contemplando el mar. Aquel mar que te separaba de tus quimeras. Pienso que, en el fondo, debiste ser muy valiente.
Tu país ya no fue el mismo con tu ausencia. Seguía viendo demasiada determinación suicida en los ojos oscuros de muchachos de tu edad con los que me cruzaba y decidí volver a mis antiguas rutinas, a mis viejos agobios escondidos tras el guiño del progreso.
Pero vuelvo, de vez en cuando a Túnez, a rendir tributo a tus sueños rotos. A buscarte en las viejas paredes encaladas de las mezquitas o en sus palmerales.
Del mar, de ese mar tan nuestro, me acuerdo tan sólo cuando encuentro un poema que dedicarte.
Frente al espejo de un futuro que anhelamos, sinuoso y de hermosas claridades, el gesto llena el vacío que ha dejado el olvido y poco a poco retoma su ritmo vivo. Tenderemos las manos sobre el mar de cara a aquel futuro que hemos forjado en sueños. (Miquel Martí Pol i Lluis Llach – Un pont de mar blava) (2)
- – Traducción libre del autor.
- - Traducción libre del autor.