Hoy es 15 de diciembre, otra vez. El tiempo pasa rápido cuando tu vida gira en torno a una fecha concreta. Un par de paseítos de la Tierra por el perihelio de su órbita y, ¡pam!, aquí estoy de nuevo -si él me oyera ahora mismo estaría orgulloso. Después de todo, no me aburrían tanto sus largas charlas de sobremesa- con el mismo miedo y patética autocompasión, diciéndome a mí misma: "Ya ha pasado un año".
Y es que hoy hace un año que tiré mi vida por el desagüe. Cogí todo lo bueno, hice con ello una gran bola, la lancé a canasta en el retrete y me quedé impertérrita mientras tiraba de la cadena y observaba como todo descendía a su encuentro con el resto de detritos de infelices como yo. Así de fácil.
Perder a un hijo es duro, pero que el perderlo sea culpa tuya es algo indescriptible.
Es cierto que no fue culpa mía. Es cierto que aún era pronto para establecer un lazo afectivo que haga de lo que ocurrió, algo insuperable. Pero, también es cierto que la razón de que ese ser nunca llegase a nacer, soy yo.
Tampoco quería hacer pasar al que hubiese sido su padre, por el trance de contestar de manera muda tras el accidente, a la constante pregunta de «¿qué ha pasado?» con un inconsciente «que mi mujer ha matado a mi hijo». Y acto seguido tener que ver mi cara cada día al volver a casa, durante el resto de su vida.
El día que le expuse todo este razonamiento, abrió los ojos como platos y me dijo que había perdido definitivamante el juicio. Le di por fin la razón en algo, tras llevar casi tres horas -en realidad llevábamos meses- discutiendo, y por un instante me sentí feliz y aliviada. Yo era la primera perfectamente consciente de ese hecho, y es que sin duda, había perdido el juicio. Por eso tenía que marcharme. Quizá el día de nuestro aniversario no fue el momento más adecuado, y pequé de insensible por arruinar de esa manera nuestro día. Después de repetirme por activa y por pasiva, que jamás me había culpado de lo ocurrido y que lo único que quería es que todo volviese a ser como antes, saqué una maleta que tenía preparada y guardada en un armario desde hacía semanas, y tras darle un último y tierno beso en los labios, me dirigí a la puerta contestando que ahora mismo eso no era posible. Que necesitaba irme lejos para estar sola y perdonarme, ya que, si me había vuelto incapaz de ser feliz, difícilmente podría hacerle feliz a él. El quince de diciembre se convertiría entonces, en el aniversario de nuestra ruptura, o nuestro reencuentro.
Lo que no sé, es si la manera más cuerda de demostrarle a la persona amada que estás bien de la cabeza y has superado tus problemas, sea interrogar bajo amenaza a sus amigos, perseguirle hasta otro pais, en otro hemisferio, y asaltarle en medio de una importante convención de astronomía y física llena de eruditos cuyo coeficiente es tres veces el mío y que sin duda le reafirmarán en la idea de « tu mujer es una psicópata y está para que la encierren ». No. Definitivamente no. Pensándolo ahora fríamente, creo que no es la manera políticamente correcta de hacerlo. Una vez más, he elegido mal. Este es un don que debería valorársenos a los que lo poseemos, porque desde luego tiene mérito que tu principal idiosincrasia en la vida sea elegir siempre mal. Elegí mal al coger el coche aquel día a pesar de no encontrarme bien, al abandonar a mi marido el día de nuestro anieversario, y tampoco me he lucido con este arrebatado viaje que lejos de parecer un acto romántico, pone aún más de manifiesto mi inestabilidad.
Supongo que ya de nada sirve arrepentirse porque aquí estoy, encerrada en esta habitación de hotel desde hace dos dias, sin poder pegar ojo y dando vueltas y más vueltas en la cama como un asteriode Apolo acercandose peligrosamente a la Tierra -cómo echo de menos sus charlas de sobremesa…- . A miles de kilómetros de donde realmente debería estar, en mi casa, sin molestar a nadie. Celebrando mi primer aniversario sin mi marido y sin mi hijo, en compañía de una botella de vodka, o dos.
El teléfono no para de mirarme fijamente, tengo que decir que con cierta impertinencia. No sé si es fruto de la desorientación producida por el insomnio pero, lo cierto es que me observa desafiante como diciéndome « Venga, ¿a qué espéras?, ¡no me digas que has venido hasta aquí para nada!». Y lo cierto es que este objeto inerte, cuyo auricular llevo pegado a la mano desde que me he despertado esta mañana -lo de despertarme es un decir- tiene razón : ¡haber venido hasta aquí para nada sí que sería el colmo!.
Me armo finalmente de valor, que es lo único que me queda ya que terminé de arrasar el minibar ayer, y acercándome con pavor el auricular -ya un miembro más de mi cuerpo- a la oreja, pido a recepción que me pongan con un numéro. Estoy aterrorizada. Espero mientras contengo la respiración. Aunque hacer esto nos da la percepción de que el tiempo se detiene, desgraciadamente no es asi. Toda esta panda de cerebritos con la que mi marido tiene que reunirse en unas horas, para tratar asuntos que yo ni en un millón de años lograría siquiera intuir qué son, aun no han encontrado la manera de detener el tiempo. Un descubrimiento así, habría desde luego cambiado el rumbo de mi vida. Estos segundos se me hacen eternos. De repente vuelvo a respirar de golpe, pero el shock hace que no me salgan las palabras, y el aire acumulado repentinamente en mi boca provoca únicamente sonidos balbuceantes. Menos mal que la persona al otro lado de la línea -mi persona- toma la iniciativa.
- ¿Eres tú? Como me has… ¿cariño dónde estás?
- En la habitación de al lado.