Hay quienes dicen que para viajar por el Ecuador se requiere una buena cantidad de película en color o una tarjeta de memoria digital varias veces millonaria en píxeles.
Hay otros quienes afirman que no es necesario llevar de viaje una cámara, a menos que sea para fotografiar las imponentes montañas o las plácidas playas de la costa esmeraldeña del Pacífico ecuatoriano.
Sin embargo, ninguna de las las razones arriba mencionadas tiene que ver con el propósito que lleva a este fotógrafo, tan anónimo como sus sujetos potenciales, a recorrer por tierra las espléndidas montañas andinas ecuatorianas, como no sea el de captar la humanidad que brilla en los rostros de algunas de sus gentes; con película en blanco y negro, cargando como piedra de molino con un viejo telón de teatro, un pesado trípode y unas ganas tremendas de emular sus héroes artistas.
Los indígenas son, por derecho propio y en razón a la cicatriz histórica que les cruza el rostro curtido por el sol, de una desconfianza muchas veces infranqueable. La mayoría de las veces no hay manera posible de convencerlos a que se dejen fotografiar.
“¿Cuánto vale la foto?”, preguntan algunos, más por curiosidad que por deseo.
“Es gratis”, responde el viajero. Dicho lo cual muchos miran para otro lado mientras escurren el bulto y se pierden entra las gentes que pueblan los mercados en las plazas públicas. Debe ser un truco, piensan otros, nada en esta vida es gratis.
Hay que recurrir a la calma y a la total y despreocupada falta de ambición cuando se trata de ganar adeptos, candidatos que se pongan delante del telón por unos segundos, frente a la cámara. A falta de paredes y de gentes dispuestas al retrato al aire libre siempre habrán los árboles del parque más cercano para colgar el trapo y cambiar de estrategia.
Hay una recompensa no materialista en registrar las caras anónimas de esa multitud de seres que miran, con ingenua intensidad -mezcla de distanciamiento y reserva- a los ojos del recién llegado.
Ya conocen de cerca el precio de la entrega a aquellos que llegaron mucho antes que el fotógrafo. La explotación de la población indígena y mestiza, así sea a través de la cámara fotográfica, sigue tan campante como antaño.
Recuerdo con terror mi primer viaje a esa bella tierra, en 1979, cuando luego de tomar a la ligera una fotografía de un hombre en una calle cualquiera en las colinas del sur de Quito, éste sacó a relucir un cuchillo y amenazante me espetó: “gringos hijueputas, vienen a nuestro país a explotarnos y somos nosotros los que ponemos la cara y no recibimos un centavo”.
Para calmarlo tuve que pagarle un par de dólares.
Costo insignificante si lo comparamos con el valor agregado de sentirnos infames y, por qué no, extranjeros explotadores de los pobres peones que rondan las calles de tantas ciudades en América Latina.
Esta escena la vi repetida muchas veces en mercados y plazas de la sierra y la costa. Turistas alemanes, ingleses, italianos y americanos, con valiosas cámaras e interminables lentes, metiéndose la mano al bolso antes o después de fotografiar los nativos.
Resulta inevitable hacerse la pregunta tantas veces intuída y nunca pronunciada: será posible que bajo el manto de afabilidad, inherente al contrato tácito de fotógrafo y sujeto, se esconde el sucio rostro de la manipulación soterrada y la abierta explotación de la imagen, una vez que ésta haya sido lograda?
Esta propuesta tiene de por sí una carga de interrogantes válidos para quien “toma” una fotografía; en este caso asumida como “capturar, aprehender una imagen”.
Vale decir: apropiarse de algo hasta entonces etéreo y que una vez “revelado” habrá de hacerse público y real a los ojos del mundo.
Igual sucede para quienes que, como en este caso, ven en el fotógrafo un elemento foráneo, que en realidad lo es, y quien está en fin de cuentas interesado en robarles un fragmento de su ser, el mismo que se empeñan en guardar celosamente.
Asi las cosas no queda más que montar el telón de fondo y establecer un diálogo entre fotógrafo y sujeto con los menos tímidos, aquellos que están inclinados a mostrar un pedacito de alma en el espejo de la cámara fotográfica, a sabiendas que no serán ellos quienes se vean retratados y que serán otros ojos, en tierras lejanas, los que habrán de verlos y estudiarlos en cuadros, revistas, o en pantallas de computador.
Para muestra un botón.