La obra venía avalada por la crítica. Se hablaba de valores cívicos, de convivencia en libertad, de alegato en favor de la tolerancia. Se citaba a Montesquieu como fuente de inspiración. Se había perdido la cuenta del número de representaciones acumuladas.
La primera sorpresa fue encontrarme la sala medio vacía. Una luz morosa, casi tétrica, contribuía a disimular la escasa asistencia. Apenas llegaríamos a la media entrada. Al poco de arrancar la función una extraña voz, de origen desconocido, empezó a sobreponerse a las de los actores lo que produjo confusión entre el público. El reparto, por su parte, buscaba en todo momento la manera de adaptarse.
Aquel susurro en absoluto tímido, sino más bien tenaz y entrometido, pertenecía al apuntador. Semejante figura puede parecer mentira a estas alturas. Yo fui el primer sorprendido. Sin embargo cobró un papel relevante en la función. Sus consignas se entremezclaban con la de los actores y en ocasiones les hacía incluso dudar respecto del sentido de los parlamentos que tenían memorizados.
En pleno revuelo, un señor situado un poco más atrás aseguró que aquella voz tan molesta formaba en realidad parte de la obra. Decía que, en su opinión, era la conciencia de los personajes. La tildaba de estrategia pirandelliana. Pero resultaba difícil encontrarle sentido cuando lo único que conseguía era confundirlos y hacer que se trastabillaran una y otra vez.
Por mi parte creía haber leído en su día la obra original y pronto sospeché que las frases sugeridas por el apuntador no se ajustaban al texto original. Más bien al contrario, contribuían a desvirtuar su sentido. En especial cuando se dirigían al actor principal, pero también a aquellos que más lo arropaban.
Era como si aquella voz insidiosa les obligara a decir cosas que no tenían programadas, que no formaban parte de sus personajes. También a mí me asaltaron las dudas. Pensé que a lo mejor el señor situado un poco más atrás tenía razón. Pero en tal caso, ¿por qué los actores, o los personajes –ya no estaba del todo claro donde acababan los unos y empezaban los otros- no se rebelaban, o al menos protestaban?
Comprendí entonces que los actores parecían más pendientes de sus movimientos en escena que de sus propios parlamentos. Fue evidente cuando el valido del rey irrumpió en escena con paso firme a fin de entregar un despacho y se le quedó incrustado el pie derecho en pleno escenario. Fue tal su esfuerzo a fin de sacarlo del boquete abierto en la madera que apenas pudo guardar las formas. Baste decir que hubo de concluir la escena luciendo un vistoso calcetín en su pie accidentado.
Era como si los actores temieran que el decorado se pudiera venir abajo en cualquier instante. Lo miraban de reojo al desplazarse por el escenario. Y así es muy difícil concentrarse. Si a ello añadimos la voz omnipresente del apuntador, no ya sugiriendo sino corrigiendo a los mismísimos actores, e incluso enfadándose y hasta amenazándoles, a nadie puede extrañar que estos acabaran envueltos en el más absoluto patetismo. Opté entonces por marcharme.
Perplejidad me causó constatar, tras asistir a semejante desaguisado, que los epítetos que me habían animado a asistir a la función venían una y otra vez reproducidos por parte de las mismas voces autorizadas. Los comentarios más críticos eran siempre relativizados, como si se estimara de mal gusto que ciertos detalles mejorables pudieran echar a perder el conjunto. Preferí creer que no había mala fe en ello y que lo hacían inducidos por la impresión que la obra les causara en su día, coincidiendo con su estreno ya lejano.
Por mi parte se me quitaron las ganas de asistir al teatro. No importa que se anunciara ya la próxima temporada cuya inauguración correría a cargo de una prestigiosa compañía italiana. Decían que era una empresa muy seria que, sin embargo, se había especializado, con gran éxito, en la ópera buffa. De hecho no resultaba fácil ya conseguir entradas.