Un año tiene 365 días. O 366. Todos los días pasan cosas. En Austria también. Ese día hizo el 231 y la tierra era azul. Un azul muy intenso, como si Austria se hubiera caído al mar. Las crestas de las montañas alcanzaban el cielo y el cielo se puso casi rojo, inflamado sobre el horizonte. Todos los árboles verdes y los prados verdes se habían vuelto azules. Bastan dos colores para sanarte si estabas enfermo de combinatoria. Del cielo caía una lluvia fina de astros. Era el día 231, día de salir a la pradera con los brazos extendidos y dejarse abrazar por el viento (el mismo viento leve que animaba las hojas de los alces azules, los tilos azules, los álamos azules) y escuchar su voz fría aunque no hubiera anochecido. El día 231 no era el día de las preguntas. ¿Quién llora, qué es el mundo, cuánto vales, por qué me haces daño? No hiciste preguntas el 231. Andabas rodando con el viento. Si te hubiera parecido importante, ese día habrías vencido. Ese día, el 231, arrancaste una margarita azul y dejaste que te emborrachara su perfume lunar, y dejaste que te embaucaran los pétalos que siempre responden sí. Sí. Sí. Ese día. Ese día fue breve como un rezo, en cambio permanece flotando en la fría eternidad. En dos puntos las montanas eran más altas que el cielo. A la derecha el cielo bajaba y bajaba. Austria permanecía callada y azul. El cielo estuvo casi rojo el día 231. Era sólo un día más, el 231.