Me presenté a los exámenes de junio sin haber tocado apenas los libros y, habiendo visitado la Facultad bastante menos que el bar de enfrente. Por las tardes, los ensayos con la tuna habían sido mi mayor entretenimiento. Casi todas las noches salía de correrías con Ramón y algún otro tuno y las actuaciones y viajes con la tuna y los requiebros a las valencianas ocupaban el resto de mis horas. Como no podía ser menos, el resultado de los exámenes de junio fue un radiante “fraile”. Es decir, suspendí todas las asignaturas. Regresé al pueblo cabizbajo y temiéndome una reacción furibunda de mi padre, pero el hombre se mostró relativamente comprensivo y aceptó mis escusas por aquel desastre, que atribuí al cambio de ambiente de un controlado instituto a ese mundo libertario e independiente de la Universidad y a la distinta forma de plantear los exámenes. Durante el verano volví a coincidir con Amparín. Aunque reacia al principio, mi mayor desparpajo adquirido gracias a la tuna y la diversión de mis anécdotas estudiantiles enseguida lograron sus frutos y, al poco tiempo, el refugio de la nocturna chopera volvió a proteger nuestros ardorosos encuentros.
A pesar de que me mantenía frente a los apuntes las horas suficientes para que mi padre no recelara de mí, lo cierto es que, entre una cosa y otra, acudí a los exámenes de septiembre con poco más conocimiento de como había hecho en junio y el resultado fue idéntico: fraile.
Antes de comenzar el nuevo curso tuve que regresar al pueblo y esta vez mi padre no fue tan comprensivo. Le entregué las notas con aquel único “Suspendido” en cada una de las asignaturas y, tras lanzarme una mirada que me hizo temblar, se mantuvo en silencio. “Después de comer hablamos”, fueron sus únicas palabras. Aún recuerdo mis temores mientras toda la familia comía en un silencio sepulcral. Tras terminar de comer dijo, para que todos en la mesa lo escucharan, que fuera a su despacho y le esperara allí. Mientras me levantaba miré a mi madre, cuyos ojos parecían despedirse de mí para siempre. Con el corazón en un puño, me fui hasta el despacho y me senté en una de las dos sillas que había frente a la mesa donde él solía trabajar. Por fin, mi progenitor entró y cerró la puerta. Yo me levanté por respeto y por miedo. Sin dirigirme la mirada, se sentó en su silla y me dijo que me sentara. Un sudor frío me recorría la nuca. Comenzó a hablarme con un tono que permitía adivinar que intentaba controlar su ira. Me preguntó si aún quería estudiar medicina o había llegado a la conclusión de que, vistos los “resultados”, esa carrera era demasiado para mí. Le aseguré que sí. También le expuse, para intentar justificarme, las mil disculpas que había preparado desde que había visto las notas. Ninguna era convincente, ya lo sé, pero es que no le podía decir que me había dedicado exclusivamente a divertirme durante todo el año. Está bien, concluyó. Te voy a dar otra oportunidad. Pero si este año no apruebas primero, se acabó. Comprendí que aquel era un ultimátum sin vuelta atrás y me lo tomé tan enserio como merecía.
- Además -prosiguió-, ya que tienes tanto tiempo para dedicar a la tuna en vez de los estudios, vas a dedicar parte de ese tiempo a ayudar a tu mantenimiento. He hablado con un amigo mío que tiene una empresa de fabricación de faros para coches. Irás cada día a trabajar allí de cuatro a ocho de la tarde.
A partir de ese momento, mal que bien, fui aprobando todos los cursos como debía, aunque no siempre en junio.