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ISSN 1989-4163

NUMERO 138 - DICIEMBRE 2022

 

Tardes para Soñar

Andrés Guilló

El café que me sirvió estaba demasiado caliente. Es como me gusta a mí, pero esta vez se pasó. Al dar el primer trago casi me abraso la garganta, pero se lo disculpo, solo con ver cómo me lo sirve me siento feliz. Cada día puntual, después de la siesta, me presento en la cafetería donde trabaja. Siempre ocupo la misma mesa, la que está bajo la ventana frente a la barra. Desde allí no dejo de mirarlo, es tan guapo y atento con todos, que a veces siento celos, aunque sé que como me mira a mí, no lo hace con los demás. Tiene una sonrisa limpia y el brillo de sus ojos lo ilumina todo.

Allí paso las horas, sentada con el café, y mi libro que a veces ni leo, pero con el que disimulo tapándome la cara si él me mira para no desvelar mi rubor. Las mariposas frenéticamente aletean en mi interior. Tras varias semanas, hoy me armé de valor y le pregunté su nombre. Con voz dulce, sonriendo me dijo: «Alfredo». Cogió mi mano y sin apartar la mirada me preguntó por el mío: «Rocío» le dije tartamudeando.

Cada día me cuesta más abandonar el bar. Cuando cae la noche, en la soledad de mi habitación, no puedo dejar de pensar en él. Siento un  amor sincero y puro como jamás sentí por nadie, pero me avergüenza decírselo. Moriría de dolor si me rechazara. En cada despertar, cuento los minutos para poder llegar allí, ocupar mi sitio, verlo, escuchar su voz y percibir su olor. Poco a poco, nuestra amistad ha ido creciendo, y cuando no quedan muchos clientes, se sienta a mí lado y nos contamos algunas historias, siempre me hace reír con sus delicadas ocurrencias. Hoy me confesó su edad, tiene cuarenta años, no está casado, y no le ronda moza alguna. Abandonó su ciudad natal, después de que una pelandusca lo dejara plantado frente al altar. Me cuenta que aquí está muy bien, que le gustan el trabajo y la ciudad, y que vive solo en un pisito alquilado a las afueras. Al ir a pagarle no me quiso cobrar el café, me miró y me dijo que me veía muy guapa. Sonrojada solté una risita cómplice.

Cómo odio las ocho de la tarde, tiene que cerrar y yo abandonarlo. Cada día es más amargo el momento de decirle adiós, pero verlo agitar su mano deseándome buenas noches, me da fuerzas para irme, yo también lo miro diciéndole, «si Dios quiere, Alfredo, hasta mañana». Estoy convencida de que es el hombre más guapo y dulce que jamás encontré. Sueño con sus besos y sus caricias noche tras noche. Al despertar yo misma me avergüenzo.

Está mañana amanecí con fiebre y algo cansada, hoy no voy a poder ir a verlo. Solo de pensarlo el corazón se me encoge de dolor, lo voy a echar tanto de menos que no se si podré soportarlo. Pienso que a él le sucederá lo mismo y no quiero que sufra. Hoy no tendré que disimular con el libro, pasaré el día con los ojos cerrados pensando en nuestro amor, imaginado mi vida junto a él.

Aquí triste, en esta oscura residencia, no tengo voluntad, no puedo hacer todo lo que yo quiero. Las Hermanas no me dejan levantarme e ir a verlo, dicen que me pondría peor por la fiebre, que soy muy mayor, y me hará mal a mis ochenta años. Qué sabrán ellas lo que me hará bien o mal, qué sabrán de amor, no entienden que junto a él mi cuerpo tiene ochenta años, pero mi corazón treinta, y que solo su presencia me da las fuerzas para seguir viviendo.

 

 


 

 

 

Tarde

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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