Sabe que ningún cruce de piernas superará al de la Stone; ni falta que le hace. Su postura en la butaca es “la postura”, ninguna otra le va a dar más rédito en el juego de la seducción. Es una certeza de laboratorio, tras un sinfín de ensayos las tardes de sábado en el pub Altamira.
Una pose suficientemente forzada para que el observador aprecie empeño; y ligeramente recostada, al mismo tiempo, para transmitir una mezcla de confort y desvalimiento. “La postura” tiene la virguería y la eficacia de una tela de araña.
Llega a las siete y se va a las ocho. Una hora exacta para tomar dos copas de vino y seducir a cuatro hombres, dos por copa. Así lo ha hecho todos los fines de semana de los últimos años. Es una hora febril. Ella no se mueve del sitio; los hombres se acercan, algunos decididos, otros timoratos, y ella los recibe, los atiende y los despacha. Con el tiempo ha llegado a desarrollar la destreza de calibrar la lujuria de sus pensamientos.
¡Cuántos tipos estirados le habrán dicho lo de la copa! Les encanta aleccionarla con sus pildoritas de sabiduría. Como si ella no supiera que la copa se ha de sujetar por el tallo para que el contenido no se caliente al contacto de la mano con el cristal.
Son las veinte horas. Un camarero se acerca y le retira la copa vacía; el quinto se le aproxima y se lo quita de en medio sin contemplaciones. Se levanta con prisa y abandona el local satisfecha, le place provocar deseo.
Aprovecha el camino para descifrar: uno era tan flojo que se ha venido abajo en su propia fantasía y los otros tres se han montado una película convencional.
Apura el paso, quiere llegar a tiempo a la cena, en casa los horarios son inflexibles, y casi europeos. La electricidad en el cuerpo ha ido menguando, ahora ya siente otros aromas. Su marido hace la mejor pizza funghi del mundo y las niñas ya habrán elegido la película para ver en familia. Los sábados noche son sagrados.