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ISSN 1989-4163

NUMERO 118 - DICIEMBRE 2020

 

Aventuras de Carlos, Aspirante a Agente de Tercera de la DEA - (V) Azúcar para Tiblisi

Joaquín Lloréns

Hacía tiempo que no salía de España y tenía una especie de síndrome de abstinencia de respirar aires más lejanos. Así que cuando Roberto Álvarez me abordó en la Cámara de Comercio y me habló de las enormes posibilidades de hacer negocio en Tiblisi, capital de Georgia, mis oídos se mostraron más que receptivos a sus palabras. Apenas sabía nada de ese país, salvo que formó parte de la URSS comunista. Ni siquiera estaba seguro de su exacta ubicación. Cuando, al día siguiente, miré en un mapamundi, descubrí que tiene costa en el mar Negro y el mar Caspio y que limita al norte con Rusia y al sur con Azerbaiyan,  Armenia y Turquía.

Roberto me contó que habían abierto dos tiendas de zapatos en la capital Tiblisi y que en el país necesitaban de todo; que era una oportunidad única de hacer dinero para alguien con mis contactos. Afirmaba conocer un importante hombre de negocios del país; de esos que habían conseguido enriquecerse de modo fulminante aprovechando el desplome de la extinta URSS. No le costó demasiado convencerme para que le acompañara en el viaje que iba a hacer el mes siguiente. Aunque la parte económica quedara en aguas de borrajas, seguro que el viaje merecería la pena.

El viaje a Tiblisi en aquellos años era una auténtica carrera por etapas: Barcelona-Frankfurt- Estambul-Kiev-Tiblisi. Cuando el taxi nos llevó del aeropuerto al hotel, apenas pude mantener los párpados abiertos para contemplar el magnífico y enorme castillo que domina la ciudad desde lo alto de una estratégica colina. Así pues, el primer día apenas hicimos más que dormir y callejear por la ciudad, que me sorprendió por su belleza y el nivel económico que se percibía en sus tiendas. Como allí apenas había nadie que hablara inglés –¡no digamos español! – optamos por comer y cenar en el hotel.

Nuestra cita con el empresario Amirán era a media tarde en sus oficinas. Sobre las cinco nos llamaron de recepción y se presentó ante nosotros un tal Iakob, hombre de unos cincuenta años, de un metro casi ochenta y moreno de tez y cabello. Ya conocía a Roberto, a quien saludó con contenida cordialidad. Hablaba un inglés con fuerte acento pero que se entendía bastante bien. Nos invitó a entrar en un mercedes 500 negro que conducía un chófer vestido con traje que nos abrío amablemente la puerta sin cruzar una palabra con nosotros.  Quince minutos después llegábamos a un edificio de cinco plantas y subimos a la última planta. Sin apenas tiempo para acomodarnos en los sofás de la elegante recepción, Iakob nos hizo pasar a un despacho con una mesa de juntas de madera y un enorme despacho detrás del cuál se encontraba un hombre más bajo de la media. A su lado, un hombre de estatura mediana y sin ningún rasgo remarcable y a su espalda, dos tipos enormes con las manos juntas a la altura del pantalón que evidenciaban su condición de guardaespaldas. El hombre del despacho se levantó con una gran sonrisa y se acercó a nosotros con la mano extendida. Saludó a Roberto primero, a quien ya conocía y después a mí, con una simpática jov¡alidad. Nos habló en lo que debía de ser georgiano –casi todos los habitantes de Tiblisi hablan también el ruso, pero prefieren usar su idioma materno, especialmente ahora que se han quitado de encima el yugo  de la URSS– y Iakob nos fue traduciendo, igual que sucedería de ese momento en adelante. El otro hombre se llamaba Giorgi y era la mano derecha de Amirán.  A los guardaespaldas, inmóviles, no nos los presentó.  Amirán, el hombre importante, vestía con una chaqueta de cuero negro que, en días sucesivos, comprobé que llevaba siempre. Era de estatura pequeña y gestos suaves y educados. Estaba claro que Roberto le había hablado de mí al georgiano como de un hombre de grandes recursos, así que  durante las dos horas que nos estuvo hablando de las enormes necesidades del país y del esfuerzo de los emprendedores empresarios georgianos por conseguir materias primas e inversores extranjeros que confiaran en el enorme potencial del país, se dirigía fundamentalmente a mí. Según él, Georgia era un punto de entrada magínifico para Rusía, que necesitaba de todo; desde alimentos hasta maquinaria y productos de tecnología. Yo me preguntaba si tendrían dinero para todo ello o solo serían buenas intenciones y los pagos serían en algo similar a los “bonos basura” del Gobierno de Venezuela, como ya había constatado en una anterior experiencia.

Al rato, Amirán decidió que ya era hora de comer y el chófer nos condujo a una especie de discoteca con diversos reservados, en uno de los cuales nos sentamos. Otro coche, en el que iban los dos guardaespaldas nos había seguido y ambos se posicionaron junto a la entrada del reservado.  Como era previsible, Amirán nos agasajó con caviar y de plato fuerte nos dieron unos Mtsvadi, que son unas brochetas de cordero premarinado en jugo de granada. Durante la cena degustamos vinos de la zona, de uva saperavi bastante gustosos. En un momento dado, la conversación de negocios se fue centrando en las commodities –bienes básicos–, y entre ellos el azúcar. Le dije a Amirán que tenía un magnífico contacto en Brasil como posible suministrador de azúcar. El hombre se mostró entusiasmado. Con un brillo, mezcla de avaricia y embriaguez, habló de las magníficas comisiones que podíamos ganar ambos y que él tenía unos clientes rusos que necesitaban un barco de 12.000 toneladas de azúcar. Yo aún no lo sabía pero los barcos son de 14.000 o 25.000 toneladas.  La cifra me dio un poco de vértigo, pero le dije que creía que era posible que yo lo pudiera conseguir. Al cabo de un rato, el vino fue sustituido por vodka helado que empezó a hacer mella en todos nosotros. Amirán reía y se daba palmadas en la pierna derecha mientras contaba anécdotas. De pronto, me preguntó a través de Iakob, el traductor:

  • ¿Te gustan las mujeres?
  • Claro –respondí riendo. 

Y así es, aunque en ese país creo que no hubiera sido prudente decir otra cosa. Da la sensación de que en los antiguos países de la URSS la homofobia está muy extendida.

Amirán dijo algo en georgiano a Iakob, quien se levantó y salió del reservado mientras Roberto, Amirán, Giorgi y yo seguíamos bebiendo con beatíficas sonrisas etílicas en nuestras caras. Al cabo de unos minutos Iakob regresó con tres jóvenes. Las de los lados no estaban mal.  La de en medio, sin embargo, alzada sobre unos vertiginosos tacones rojos, no era una mujer; era un avión de combate. Rubia, de ojos azules casi transparentes, un rostro angelical digno de posar para un Miguel Ángel y unas curvas vertiginosas.

  • ¿Te gusta alguna? –preguntó el ventrílocuo Amirán a través de Iakob.
  • Sí, la de los tacones rojos –respondí sin dudar.
  • Pues ya está. Llévala al hotel.

Sin darnos la más mínima opción de pagar, Roberto y yo nos vimos trasladados con la diosa de tacones rojos y una de sus amigas a un taxi al que Iakob dio la dirección de nuestro hotel. La preciosidad se llamaba Ekaterine, aunque poco más pude averiguar de ella. Su inglés era muy básico y mi georgiano nulo. A pesar de ello, disfruté de una de las noches más memorables de mi vida.

Al día siguiente me puse en contacto con mi amiga la empresaria brasileña Yarah y durante unos días mantuvimos diversas reuniones con Amirán y Giorgi. Poco a poco, a lo largo de la semana, se fue perfilando la operación. Era posible fletar un barco de 14.000 toneladas por un precio que, incluyendo mi comisión y la de Roberto, así como la Amirán, ascendía a ¡doce millones de dólares!  Amirán estaba en contacto permanente con los compradores y fuimos preparando el contrato.

Mientras tanto, muchas noches seguía contando con la deliciosa compañía de Ekaterina quien parecia disfrutar de nuestra peculiar relación y de los pequeños lujos y regalos con los que trataba de compensar su amabilidad y su voluptuosidad.

También había tiempo para otras cosas. Un día Amirán nos preguntó si habíamos visitado alguno de los centros termales de la ciudad. Tal y como nos explicó, Tiblisi o Tiflis significa “agua caliente” y la ciudad está socabada por numerosas corrientes de agua caliente y sulfurosa. Así pues, quedó en llevarnos junto a unos amigos a uno de ellos, el Tbilisi Balneological Resort, situado en un hermoso recodo del río Kurá. Allí nos encontramos con Amirán, Iakob y Giorgi, además de cuatro amigos de Amirán y, tras desnudarnos, nos cubrimos mínimamente con una toalla la cintura. Al verles el aspecto forzudo y aquelos torsos llenos de tatuajes de enormes cruces negras, me sentí como Schwarzenegger en la escena inicial de Danko: Color rojo. También me trajo a la memoria el relato de un amigo que había hecho negocios en Kiev y al que un ministro llevó a participar del baño que toman en invierno abriendo un hueco en forma de cruz en el hielo. En el balneario primero pasamos a darnos un masaje. Bueno, masaje es un decir… ¡Vaya paliza queme dieron! Si no me puse a gritar era porque los demás parecían disfrutar de un masaje sensual más que de unos golpes que se aproximaban a mi concepto de tortura. Después tocó de disfrutar de unos placenteros baños fríos y calientes y de una sauna.

Entretanto, la operación seguía su curso. Según Amirán los rusos estaban cerrando los últimos flecos, pero la carta de crédito por los 12 millones no llegaba. Empecé a pensar si todo quedaría en agua de borrajas. Un día, al reunirnos con Amirán y Iakob me llamó la atención que no estuviera Giorgi, su mano de derecha. Al preguntarle por su ausencia, Amirán me explicó:

  • Está en Rusia, como medida de garantía.

Miré a Amirán con expresión preocupada, así que se explayó un poco más:

  • Es por si hubiera algún contratiempo en la operación. Pero no te preocupes, está bien cuidado y alimentado. No hay de qué preocuparse.

Lo cierto es que sí me preocupé. ¿Con quién estábamos haciendo el negocio? Lo que estaba claro es que debían ser gente que no andaba de bromas. Si no era la mafia rusa, debía de ser algo similar. Y si Amirán hacía negocios con ellos, tampoco debía de ser un angelito.  Recé porque todo saliera bien. Mi amiga Yarah me llamaba cada día. El azúcar estaba listo, pero la letra de crédito que garantizaba el pago no llegaba de Rusia. Ya llevaba tres semanas en Tiflis y, a pesar de los esfuerzos de Amirán, comenzaba a aburrirme. Por fin, unos días después, recibí una llamada de Iakob.

  • ¡Ha llegado la letra de crédito!

De inmediato llaméa Yarah, a quien desperté en Brasil, para darle la buena noticia y con la copia en la mano, llamé de inmediato a nuestro banco para confirmar la validez de la letra de crédito.  Media hora después, el director me llamó:

  • La letra de crédito es buena, pero ya no es ejecutable.
  • ¿Qué quieres decir? –pregunté inquieto.
  • Que era buena, pero a los doce minutos de emitirse, alguien la ha cobrado.

Me quedé mudo. Durante diez minutos no supe qué hacer. Al final, llamé a Iakob y quedamos en vernos en las oficinas de Amirán. De la conversación que mantuvimos, entendí que alguien había pagado los 12 millones de dólares, pero que, por el camino hacia nosotros, otro alguien se había quedado el dinero. Me entró el pánico. Si alguien había robado el dinero a la mafia rusa, nuestra vida no valía nada. Entonces me acorde de Giorgi y le pregunté a Amirán qué le sucedería. Este, se encogió de hombros y me dijo con resignación no exenta de ironía:

  • Habrá que sustituirle.

Salimos de la reunión y, sin dudarlo, hicimos las maletas y cogimos el primer vuelo que nos sacara del país.

He seguido manteniendo contacto con Amirán, aunque no he vuelto a intentar hacer negocios con él. Tampoco he conseguido averiguar quién se quedó el dinero, pero tengo sospechas de que se lo debieron quitar a algún magnate y que la mafia se debió de quedar con él, ya que si Amirán sigue vivo, debían estar en connivencia. Tampoco me extrañaría que Amirán tuviera su porcentaje. El pobre Giorgi debió pagar los platos rotos.

 

 

 


 

 

Tiblisi 

 

 

 
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