-Mamá, ¿Vendrá hoy?
-No lo sé Toñín. Quizás ya hoy no le de tiempo.
Eloísa escurre y tiende la ropa enjuagada en ceniza, que mecánicamente recoge de un balde, junto a un niño de cinco años que no hace más que preguntar por su padre. Gravita de su brazo un cesto de esparto, lleno de pinzas hechas de caña y guita, y mira soslayadamente al sol que se oculta frente a ellos, entornando los ojos. El astro y el día van diluyéndose entre los riscos que rodean una casa blanca, de tejado gris a dos aguas, desamparada y perdida en lo más recóndito de la Sierra de Grazalema, en medio de la nada. Debería tender por la mañana, cuando calienta el tibio sol de finales de año, pero prefiere hacerlo por la tarde, a pesar de los vientos del Atlántico que cargados de humedad ascenderán en unas horas por las laderas de barlovento, empapándolo todo y metiéndole a todos el frío en el cuerpo. Pero así tiene la excusa para poder otear el sendero por el que puede aparecer Anselmo en cualquier momento; marido añorado y padre ausente. Eso si consigue pasar la linea del frente, que cada día va mutando inesperadamente. También así vigila el único camino transitable por el que puede aparecer otra caterva de soldados a saco, del bando que sean, pues todos son la misma canalla.
Los dos hijos mayores, de doce y casi quince años, han terminado las tareas del campo, y dirigen al escuálido ganado al corral cubierto anexo a la casa. Antes de la guerra los bueyes de labranza dormían al raso, empañando con su vaho el estrellado crisol de la noche serena; pero desde que hay bandas incontroladas que lunean por toda la comarca de Ubrique, las noches son peligrosas y alguno ha amanecido muerto por intentar defender lo que era suyo. La guerra sólo saca lo malo de cada cual, y hasta los más pusilánimes se vuelven bravos y soberbios con un fusil en la mano. Ella sabe hasta dónde puede llegar un puñado de soldados impunes, azumbrados por el alcohol y el ansia de rapiña; por eso resiste en su pequeño reino, en su baluarte, con un rifle de palanca junto a la puerta, esperando que nadie se acuerde de la familia de los Mirlos hasta que todo esto haya pasado; hasta que vuelva con ellos el hombre de la casa, si es que aún sigue vivo.
-¡Paco, Tomás!... encerrad ya a las bestias. Y encended el fuego, que se nos echa lo negro encima y quiero atrancar el portón ya.
Eloísa está hoy especialmente inquieta. Tiene un pálpito; no sabe si bueno a malo, pero lo tiene. Lo tuvo la última vez que vinieron, pero no supo actuar a tiempo. Hay cosas que no eres capaz de asumir ni siquiera cuando ya están pasando, porque tu cerebro se niega a aceptar lo evidente. Esperas que todo se arreglará al final, pero no es así. Por eso ahora no piensa y le hace caso a su instinto. Aún no ha sido lo suficientemente fuerte para hablar de aquello con sus hijos, pero ninguno duda -ni siquiera el pequeño- que la próxima vez opondrán resistencia. Además la gente de pueblo son parcos en palabras y les sobra todo ese verbo sordo del que hacen gala los de la capital, que todo lo hablan; ellos son más de hacer, de tomar una decisión y ejecutarla. Por eso el hijo mayor, Tomás, ha rescatado ya la carabina “Tigre” del 44 largo, que envuelta en un hatillo de telas engrasadas escondió su padre en el fondo del pozo. En poco tiempo el hábil muchacho ha logrado desmontarla, limpiarla y ponerla en funcionamiento; y alimentarla con una caja de munición que guardaban escaqueada bajo una balda de la alacena, tras los botes de carne en manteca.
Terminan la cena y Toñín se entretiene en la ventana del comedor, la estancia más grande de la casa, que da al techado y la parte frontal de la casa, dibujando estrellas sobre el cristal que empaña al calor de su aliento. La madre, ya puesto el camisón y con el moño suelto, recoge la mesa mientras todos atienden al parte de guerra en la radio, a la trémula luz de la chimenea que chisporrotea y cruje con cada nuevo tronco. Escuchan las mentiras que un locutor extasiado profiere sobre los avances propios y los repliegues del enemigos. La guerra lleva ya casi medio año y Eloísa apenas logra entender qué está pasando en España; porqué tanto odio y tanta muerte. El mayor miedo de esa mujer es que se lleven a Tomás, como se está haciendo con cientos de zagales imberbes en todos los frentes de batalla. Y da igual que bando se los lleve...todos ellos y sus madres acabarán pasando por el mismo quinario. Además Tomás es especial, bueno y noble como un pajarillo, sin malicia ni soberbia; el ojito derecho de su padre del que no se separaba nunca...
De pronto Toñín con los ojos aterrados mira a su madre.
-Mamá, hay un hombre ahí fuera.
Una sensación paralizante le recorre el bajo vientre, agarrotándole las piernas y la garganta. Pero ella ya sabe que hasta las emociones mas intensas se pueden dominar, y tambaleándose es capaz de llegar al portón, girar el interruptor de la luz y bascular la palanca del “Tigre” un cuarto de vuelta hacia adelante, para meter un cartucho en la recámara. Mientras Tomás, siguiendo los gestos de su madre, ya ha apartado a su hermano pequeño de la ventana y se ha metido con los dos en la habitación de sus padres, que es la que tiene cerrojo y es de pinsapo macizo. El chasquido inconfundible del arma resuena en toda la estancia y al parecer también afuera, causando el efecto deseado...una voz de hombre se oye temblorosa desde el exterior.
-Por favor, ayuda..., necesitamos ayuda, mi mujer esta muy mal.
-No veo a nadie- grita Eloísa apuntándole a la cara a través de la ventana.
-La he traído en la mula...está en el corral...la he metido allí, ayúdeme por favor…se muere...
El hombre tiene la cara desencajada. Tendrá unos cuarenta y muchos, y lleva ropas de artesano, de herrero o quizás carpintero.
Sin dejar de encañonarle y dejando la puerta de la casa cerrada a cargo de Tomás, la mujer sigue al hombre que portando una lámpara de carburo se dirige hacia el corral...Entra y sin perder de vista al visitante, descubre a una mujer tendida, de cara blanca y brillante como la cera, hermosa pero triste, que no tendrá más de quince o dieciséis años. Está tirada en la paja, con un vestido azul embarrado y unas enaguas ensangrentadas, dando a luz con un sordo gemido, como sin querer molestar en demasía...la dueña de la casa mira a la madre-niña y luego al hombre, sin terminar de entender lo que está pasando.
El viento sopla fuerte afuera y las puertas del corral se golpean las unas con las otras. Cierra los portones después de llamar a gritos a Tomás, para que venga a echar una mano, apoya el rifle en la puerta y enciende la lámpara de queroseno con la que alumbra parte de la miserable estancia. Ayuda entonces a la parturienta en lo que puede, agarrándola de la mano y animándola a empujar, mientras el bebé va asomando la sanguinolenta cabecita que dirige con delicadeza. No es la primera vez que pare justo ahí alguna criatura, ni tampoco la primera vez que ella asiste a un parto, aunque se tratara de bestias de carga y no de un milagro como el que están viviendo. El niño sale tras un último y doloroso esfuerzo, y tras él la bolsa de la placenta. La improvisada matrona corta el cordón umbilical con la navaja de Tomás y le pide a éste que vaya a la casa, y con sus hermanos traiga agua caliente, paños, mantas y algo de comida.
-Nos enteramos que los soldados iban a por mí, para darme el paseo...hemos huido del pueblo y al ver la luz nos hemos desviado del camino...María no cumplía aún, pero el traqueteo de la mula... no hemos podido hacer otra cosa – se excusa el hombre.
-Nadie molestará a su familia- le contesta Eloísa, que sonríe con los ojos vidriosos.
En el cielo limpio, una estrella centellea más de lo normal. La mula y un buey calientan al recién nacido, que duerme en el regazo de su agotada madre. El padre los mira, en pié, extasiado, apoyado en una caña para guiar acémilas. Los tres niños, arrodillados, colocan las viandas frente a ellos, sin dejar de mirar al niño, y Eloísa, ángel de largos cabellos y blanca túnica, vigila la entrada del portal con un rifle del calibre 44 largo, para que nadie pueda perturbar a los fugitivos, en esa fría y mágica noche de diciembre.