Los vecinos aún se preguntan por qué en mi comedor se escuchó un “Feliz año nuevo” poco antes de las doce (imperativo legal) el día 27 de noviembre, precedido del inconfundible ruido del descorche de champagne. Digamos que porque sí, porque el año ha sido raro y nos vale casi todo mientras se acompañe de risas y Codorniú. Porque ese día nos pintó despedirnos del año de la Pandemia, que en nada se ha parecido a los “Felices 20” que quisimos ver doce meses ha. ¿Y si pese a todo fuera esta la Navidad de nuestra vida? Las cosas son lo que uno hace de ellas, su digestión.
Pinceladas del cuadro fijo: el contrato temporal en la juguetería o la tienda de perfumes. En ocasiones, también en el FNAC. La llamada a destiempo (¿El amigo en el destierro?) que uno nunca sabe cómo encajar. La compra de la agenda nueva, para los más previsores. Las monjas elaborando hojaldres y los anuncios de turrón, menos dulces que la posibilidad de encontrar una vacuna. El cuñado sentando cátedra sobre el precio de las acciones de Pharmamar, toda una novedad. El hijo vegano señalando los cadáveres rezumantes – ñam, ñam- de proteína animal. Los langostinos pasados de cocción y el jamón york relleno de huevo hilado. Las sobras deliciosas. La sopa me entra sola porque mamá dice que entona lo que ya no hay Dios que entone. El abuelo atiborrado de croquetas engullidas a ritmo de batallita, que afirma muy convencido que esta será su última Navidad. La fregada del milenio: hay más planificación en cómo colocar los cacharros en el escurridor que en todo el gobierno en activo. Y, ¿Qué quedó de la subasta de pobres en Nochebuena, tan Berlanguiana? La bendita cama nos espera, pasado el polvorón. No, no son días para follar. Estamos todos muy cansados, muy quemados, muy asustados. Y todo nos llega como rodado en pasado imperfecto.
Pinceladas del nuevo cuadro: Las sillas que sobran y también las que nos faltan. El número seis como tope; hipocondríacos todos porque el que no tiene un síntoma, tiene 22. El imbécil peligroso y las catástrofes minimizadas. La palabra “rastreador”. La ventana abierta por la que escapan tropas de virus y las calorías, a precio de oro, de la calefacción. El último Gin Tonic, con mascarilla, antes de ir a casa a pegarse a una tele en la que sí, parece, la Navidad sigue en marcha en el escote de la Obregón. El mensaje del Rey pendiente del twitter. ¿Dónde está su campechano papá? Un meme que se repite mucho, pero un wassap que nunca más recibiremos, por defunción. Un programa especial con flashes de lo que ha sido el año, para recordarnos que estamos aquí de paso, y que el mañana nadie lo tiene garantizado. Unas uvas supeditadas al toque de queda, quién nos lo iba a decir, a estas alturas de la Libertad. Unos niños de San Ildefonso soplando números por debajo de una mascarilla: frikismo pandémico y nuevos millonarios. Las lagrimitas de siempre, pero elevadas a la potencia de la impotencia. El polvo desesperado de los que se van a separar sin saber si se rencontrarán. El tarjetón de Papá Noël que ya nunca se enviará. Estamos en una sitcom buscando el chiste que le de sentido a todo, pero sólo se nos ocurre shitcom. La diferencia va en la H, que no suena pero lo convierte todo en guano.
Escoge estar a nuestro lado, primo, que por eso tuvimos champagne ayer. No estábamos en estado de gracia, ni siquiera graciosos, pero al menos estábamos todos lo que cabemos en el número seis.