I
He aquí que somos tantos y más nosotros mismos de lo que hubiésemos deseado. Que amanecemos abundados de alma y nos vamos secando conforme pasa el día hasta ser ésta imagen en franca dilución. Una voz allá lejos nos aconseja ¡cielo! y entendemos espejo con nuestro rostro en fuga, tras el alucinante reverbero.
Unos pómulos tristes, unos ojos marchitos, una boca que funge de nido de serpientes, no significan nada, debe haber algo más, que justifique el hecho imprecatorio del hombre ante un espejo.
Abramos esa puerta de azogue (para que broten sueños, además del reflejo de imagen-semejanza) con la llave inaudita de la imaginación.
II
Lo primero hacemos al iniciar el día es ir al sanitario a eliminar las aguas corporales mayores o menores y mirarnos los ojos al espejo. En éstos dos elementales actos diría que divinos, estamos asomándonos al instante central de la creación: sobre el retrete somos Dios enlazando las venas más profundas del ente individual con el resto de la especie a través de variadas, pestilentes y largas cañerías; ante el espejo somos Dios en sempiterna reflexión del origen, la materia, la hez humana.
¡Mierda!, precisa Dios, mientras hunde la mirada en el venero de los siglos, tal vez arrepentido de lo creado (el espejo se empaña al influjo del vaho nauseabundo). ‘Sea’, concluye. Y se lava las manos para que fluya el río.
III
Si el alma perceptible es la mirada, los espejos serían algo así como divanes para explayar el alma, para deshacer nudos existenciales carentes de palabras. La voz es en sí misma una liberación, lo dicho sana de cierta forma el contenido enfermo del acto de vivir. Pero no todo lo que atañe al hombre logra emerger al habla. Algún rescoldo queda en nuestro cuerpo –de más verdad quizá que las palabras– que no puede ser nombrado y elige de emisario a nuestros ojos. Asunto de miradas, para vaciar tales mensajes se precisa de algún paisaje enorme y fascinante capaz de enmudecer a quién lo vea, o de no ser posible, un espejo dispuesto a descifrar los insonoros vértigos del alma. Doy fe: mis ojos parlanchines lo atestigüen.
IV
Espejos macho y hembra el mismo espejo, complementan el ser de quién se observa en su luna de zinc de dos mitades. Y eso no significa que trafique entelequias o que urda claridades el espejo. Todo lo que refleja es ingrediente de lo que el hombre es, de alguna forma, de la parcial mirada que se invoca. Todo lo que se observa, está en ti o estuvo o está a punto de ser o sigue siendo: ves lo que quieres ver en el espejo: casi siempre lo que no está en tu ser pero deseas: la parcela de carne y de vis animal del otro lado. Y es que siempre quién liba con los ojos del licor seminal que mana del espejo, busca irrenunciablemente la mujer o el hombre en todo caso que lo retorne al lecho del origen: si es Adán quién consulta esa luna de cristal, está mirando a Eva. Y viceversa.
V
La muerte es también un espejo. El antes y después de los espejos. El espejo que rompe los espejos hasta hartarse, para construir su imagen de fatal segadora de miradas. La única imagen real y contundente de éste fulgor tan frágil que es la vida son los ojos sin luz de la apariencia que brilla más allá de los espejos. Quizá lo único cierto de tal juego perverso de bruma y claridad, de luz y sombra, es que la vida fluye sin espejos sólo para guardarse trasluciente, casta, púdica hasta la noche en que la muerte la asaltará de pronto, con su frío, rotundo y real espejo.