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ISSN 1989-4163

NUMERO 108 - DICIEMBRE 2019

 

Carretera

Pedro Hernández

La carretera lo arrullaba y apenas eran las doce en punto marcando en el reloj que tenía la radio. Joseph, cansado, apenas con determinación cambiaba de estación para dejar de oír el sonido de la estática cuando perdía señal. Entre las estaciones con estática encontró una de las que dejan correr comerciales y una que otra canción. El chico se quedó sintonizado esperando que algunas voces de los comerciales le hicieran compañía en el largo viaje a su casa. Pasaron minutos, luego horas, hasta que Joseph sintió que no avanzaba o estaba perdido. No era su noche, la suerte no estaba con él, su camioneta perdía velocidad. El muchacho se orilló, para la poca suerte que tenía, con las luces aún encendidas se bajó maldiciendo, pero sin perder su expresión de sueño. Aunque su conocimiento en autos era nulo, no pudo encontrar algo que haya hecho detener el auto. Colocó las señales para que algún pobre diablo como él pudiera ayudarle, de nuevo los minutos pasaron y ningún auto alumbraba la carretera, solo la luna llena. Pronto se encontraba en su camioneta, descansando para esperar el amanecer. Hubiera sido mejor.

—Una de la madrugada—. Pensó mirando su reloj.

Poco a poco quedaba dormido hasta dejarse llevar por el abismo del sueño. Las ventanas de su camioneta parecían pintadas de un negro profundo a tal punto, como si galones de pintura negra había caído sobre ellas. Las nubes cubrieron por segundos la luna, la noche parecía eterna. Un golpecito en la ventana del conductor lo despertó. Una luz iluminaba la mano que lo señalaba.

—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí? —Preguntó la señora que sostenía la linterna.

El chico movió la cabeza mientras contestaba.

—No. Habré dormido media hora, supongo—. Salió de la camioneta y la mujer le iluminó su alrededor.

—Son las tres de la madrugada hijo, te quedaste mucho—. Soltó una risilla mientras se llevaba la mano a la parte posterior de su cabeza buscando en su cabello recogido como si algo le molestara. Algún tipo de nerviosismo.

—Soy Anna—. Se apartó dándole espacio para que el joven se acicalara.

—Joseph—. Dijo el chico mostrando una sonrisa forzada a pesar del enorme cansancio que cargaba.

La mujer lo invitó a su cabaña que estaba a unos kilómetros. A él le parecía extraño que alguien viviera en el bosque. Pero su segundo pensamiento se interpuso diciendo que tal vez era una escritora aficionada buscando despejar la mente. Accedió, pues podría tener al menos un lugar cómodo para dormir y esperar. Y hasta pasar algún momento candente con su anfitriona. En el trayecto hacia la cabaña, a lado de la Anna se percató que volvía a llevar su mano a su cabeza rascándose aún más fuerte.

—¿Está todo bien? —mientras seguía caminando y trataba de calentar sus manos. Anna volteó aún con la mano en la cabeza y respondió sonriendo:

—Claro.

Una vez en la cabaña, la mujer le preparó un té e hizo que el muchacho lo tomara despacio para calentarse del frío infernal que los traspasaba. Empezaron a platicar en lo que amanecía; el muchacho perdió las ganas de consumar el sueño. La señora estaba atenta a él asintiendo y respondiendo cualquier pregunta del chico. Joseph pedía más y más té hasta el punto de servirse cinco tazas llenas. Anna parecía estatua, atenta a Joseph observando sus ojos.

Al chico le pesaba la cabeza por la falta de sueño; esa noche fue sin duda tediosa. Ella le quitó la taza que tenía en la mano y lo invitó a recostarse hasta dejarse arrastrar al abismo del sueño poco a poco. Se sentía fuera de sí, sus instintos ancestrales le decían que algo se aproximaba, pero no sabía cómo ni cuándo. Se movía buscando estar cómodo en el sofá que parecía piedra, pero se percató que al querer mover un dedo lo sentía pesado como piedra. Quiso gritar, chillar, mover los malditos pies del sofá, pero no podía, sentía una presión horrible en el pecho. Como perro asustado trató de forcejear, abrir los ojos y ver qué estaba ocurriendo. Algo tenía ese té, había sellado su sentencia. La señora tenía una presencia incómoda, extraña, de esas que te hacen revolver el estómago. Desde que iba en la solitaria carretera tuvo el instinto de peligro, que te hace voltear y asegurarte de que estés a salvo o listo para escapar. El muchacho abrió los ojos y vio de espaldas la mujer observando la oscuridad de afuera.

—¡Ya no aguanto, ya no aguanto! —chillaba Anna, rascando y picando con sus uñas violentamente la parte anterior de su cabeza al punto de arrancarse partes de la piel; pequeños pedazos quedaban entre sus largas uñas. Eso perturbó a Joseph, vio que sus uñas ya no parecían humanas. Su piel parecía más pegada a los huesos, podía mirar la forma exacta del cuerpo esquelético, sus pómulos cada vez más y más anunciados. Joseph mientras la veía hasta que pudo mover las piernas, cayendo del sofá. Boca abajo podía escucharla quejarse y maldecir quien sabe qué cosa.

La mujer se arrancó las ropas, dejando ver su cuerpo marcado por los huesos, las venas y arterias estaban visibles, levantadas y asquerosamente visibles sobre sus huesos. Era un saco pegajoso en su cuerpo. Su rostro mostraba confusión y muerte, era una calavera, sus ojos secos habían perdido el sentido de la vista.

El muchacho pudo recobrar su postura, habiendo pasado el efecto de dios sabe lo que tenía ese maldito té. Quedó petrificado al ver lo que quedaba de la humanidad de esa mujer. Su cara chorreaba no un líquido, sino su propia piel colgaba como grasa. La mujer pedía ayuda entre sus labios caídos; no podía articular una palabra hacia aquel joven asustado.

El joven la golpeó fuertemente quedando recargada hacia la pared. Antes de siquiera poder moverse hacia la puerta, observó una criatura, un parásito, tan enorme que parecía un capullo mugroso y punzante; secretaba un líquido rojizo, negro, putrefacto que tenía coágulos. Era sangre. Ese parásito, estaba fusionado a la mujer, una delgada pero penetrante aguja que salía de ese ser penetraba las cervicales hasta tocar el cerebelo que sin duda alguna estaba hecho papilla. La mujer ya no caminaba, se tambaleaba.

Salió huyendo hacia el bosque, hacia el oscuro y hambriento bosque, había olvidado todo, ni tiempo tuvo de ponerse los zapatos. Corría mientras trataba de aguantar sus exhalaciones para que aquel ser no lo escuchara. Entre la poca luz de la luna, se veía que iba dejando atrás lo que quedaba de aquel ser humano, ese saco de huesos. La silueta deforme del parásito cargado en sus hombros; abrazado a su espalda hasta la médula de sus huesos; los brazos ya no tenían forma de huesos, delgadas y más largas que hasta su piel colgaba de esos huesos forrados de un líquido oxidado. El muchacho escondido detrás de los pinos gigantescos apenas a unos metros de distancia de aquella cosa, que lo detectaba por el olor a sangre hirviendo, a sangre seca tan fuerte que era imposible respirar.

El pensamiento de querer siquiera moverse, lo condenaría. Este necio sentido común dio el más mínimo movimiento entre las ramas y hojas que detonó saber que había cometido un error fatal. El ser atravesó con su brazo penetrante los restos de la mujer, se postraba en cuatro, ya no mantenía siquiera una postura humana. El chico gritaba y se arrastraba, sin siquiera voltear a ver, su vista se nublaba entre la infinidad del bosque, no podía ni ver la carretera. Quién sabe cuán alejado estaba de su camioneta. Ese ser aún no lo mataba, estaba inmóvil como un animal atrapado, rugía, chillaba con todas sus fuerzas, raspaba con sus uñas la tierra en un intento inútil por escapar. Ya no sentía el dolor en su pierna. La cosa ya ni emitía un ruido. El silencio lo obligó a voltear para ver si solo jugaba con él para hacerlo sufrir más. Estaba justo atrás del chico, pero parecía una estatua, una estatua deforme que escupió algo del tamaño de una mano que cayó sobre su hombro, al querer apartarlo se movió rápidamente penetrando sus cervicales sin siquiera lastimarlo.

Desde dentro comenzó a sentir el escozor creciente que le ardía, seguido de un dolor punzante que atravesaba sus cervicales. El muchacho se revolcaba entre la tierra y las ramas podridas del bosque. Sus sentidos se agudizaban, y fue arrastrado a quién sabe qué parte del bosque.

—¡¡Sal de mi cabeza?! —sentía como manoseaban su materia gris. Estaba perdido, lo sabía, lo sentía en su poca conciencia. Hubo un estruendo hueco que sonó a pocos kilómetros del bosque, su cráneo estaba posado de una manera desgraciada, aquel ser se arrastraba lejos del cuerpo sin vida de Joseph.

 

 

 


 

 

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