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ISSN 1989-4163

NUMERO 108 - DICIEMBRE 2019

 

Un Dios que Nunca Llora

Javier Neila

El camión de las SS donde le llevan, circula por un interminable sendero camino al bosque de Grunewald. Aún no ha amanecido. Son dos horas de trayecto desde el cuartel de la Gestapo, en el número 8 de la berlinesa Prinz-Albrecht-Strasse. Su cansino traqueteo le recuerda en cada bache las heridas que tatúan su cuerpo. Lleva tanto rato con las manos atadas a la espalda que ya no siente los dedos. Han apretado bien la cuerda de esparto; sus muchos intentos de fuga lo justifican. Por eso también lleva un saco que le cubre la cabeza. Hay más prisioneros en el camión, pero nadie le habla. La sensación de derrota es extrema, sobrecogiéndole como un pensamiento rumiante; algo que por repetido no deja de ser  doloroso. Derrota aderezada con el fatalismo más amargo. Recuerda a su madre y no puede evitar esbozar una sonrisa triste; esa mujer extraordinaria que siempre intentó convercerle de que las cosas son como son, y que es imposible cambiarlas porque siempre han sido así. “Sólo los conformistas son felices”, le repetía una y otra vez con su cerrado acento granadino,  mientras por enésima vez le curaba otra brecha en la cabeza, tras el último encontronazo con la Guardia Civil.

Esta vez le han torturado  sin prisa y sin preguntarle nada,  como si ya no tuviesen nada más que sonsacarle, lo que es del todo cierto. Eso le preocupa, porque cuando ya no tienes naipes con los que jugar, solo te queda la muerte. La muerte y el olvido, que van de la mano. Conoce bien este negocio como para saber que hoy morirá. Y saberlo es lo mejor que le puede pasar, ya que la ignorancia de lo que te espera es la baza con la que cuentan los torturadores de todo lugar y tiempo. La incertidumbre -aderezada de esperanza- es sin duda la peor de las torturas. Confía en que al menos todo sea rápido; pero eso dependerá de la prisa que tengan sus captores, o de lo que se odien a sí mismos. De eso sabe mucho. Recuerda cuando en el sector de Pozoblanco dirigió la “Cárcel del Pueblo”, apenas comenzada la Guerra Civil. Le habían nombrado comisario político en premio a su activa militancia en el POUM de su pueblo, Las Gabias, desde ya antes del alzamiento. Dejaban a los presos sin comer durante días, y cada cierto tiempo los sacaban al patio de la escuela, poniendo a hombres y mujeres de rodillas en una larga fila, con las manos atadas a la espalda y semidesnudos. Tiritaban de frio, y el vaho de sus alientos bajo el relente de la sierra cordobesa, les confería la apariencia de almas en pena, de seres de fragilidad absoluta. Entonces les iban pasando junto a la boca una jugosa manzana, clavada en la punta de la larga bayoneta de pincho rusa, engarzada ésta en el fusil...algunos desesperados la mordían y entonces recibían un disparo en la cara, o un bayonetazo que les salía por la nuca...o se comían la manzana entre lágrimas histéricas; dependía todo del  capricho del matarife que les tocara en suerte. Recuerda haber visto a varios morder la manzana sucesivamente, hasta acabarla, matando entonces al último. Sus hombres, mientras, hacían apuestas sobre quien viviría o moriría esa madrugada. Sólo aquellos prisioneros que se atrevían a morder la manzana, conseguirían sobrevivir a la hambruna. Han pasado ocho años desde aquello, pero le parecen cien...desde entonces ha combatido en África, Francia, Bélgica y Alemania, donde le capturaron...ahora que la derrota de la Alemania nazi es inminente, se sabe protagonista de algo de lo que no verá el final. Además, los aliados les han prometido a los republicanos españoles de la División Leclerc, que cuando caiga Alemania, liberarán España. De ser así, podría volver a Granada. Llegaría a su pueblo en domingo, e iría a la Iglesia de la Encarnación, donde su madre reza a la Virgen de las Nieves por su hijo, en misa de 12, en la primera fila, todos los días de precepto. Se sentaría a su lado, con su uniforme de legionario francés y sus condecoraciones, y le daría una sorpresa.

El camión se para de golpe con un chirriar de frenos, los bajan del cajón y los colocan en la cuneta. Cuando le quitan la capucha, se encuentra con unos diez prisioneros y otros tantos Waffen-SS armados con subfusiles,  que les gritan en alemán y les empujan hacia el bosque. Normalmente llevan una ametralladora y los perros, pero con los pocos que son, no parece que merezca la pena. Él es el último de la fila de condenados, y mientras camina hacia el sendero de su muerte, intenta recordar unos versos del poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios “Almafuerte” y que repite siempre en momentos difíciles:

“Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora...”

Sin embargo, su miedo le traiciona, y la imagen de su madre rezando en la iglesia le hace susurrar a media voz “Virgen de las Nieves, ayúdame”. En ese momento escucha a su espalda la voz de uno de sus captores, que le habla en perfecto andaluz:

-Ya sé de que me sonaba tu cara. Tu eres de Gabia. Eres Emilio, el hijo de la Juani...una mujer piadosa. Tranquilo. A un paisano mío no lo matan éstos pelopinchos, por muy rojo que tú seas.

El SS habla en voz baja con su sargento, que con cara de cansancio parece no estar dispuesto a discutir con el español más de lo necesario;  se encoge de hombros y se marcha con el resto del grupo, para terminar desapareciendo en el bosque. Su salvador le cuenta que tras repatriar a la fuerza a todos los miembros de la Legión Azul, muchos  han vuelto ilegalmente para alistarse, entre otras, en la División SS Wallonie; y morirán defendiendo el Reich de los 1000 años, aunque Franco les haya castigado por desobedientes, privándoles de la nacionalidad española.

El falangista le da un mapa y le señala por donde se encuentra el contingente ruso-polaco, a unos 40 kilómetros al noreste. Mientras desde el fondo del bosque suenan disparos de subfusil, ambos asesinos se dan la mano y se desean suerte, separándose luego para siempre.

 


 

 

Un Dios que nunca llora 

 

 

 
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