Recorro las calles que el niño andaba para ir al colegio, asfalto acariciado por la luz de la mañana. Los pasos apretaban para no llegar tarde al toque de sirena. El bocadillo en la cartera y los deberes hechos la tarde anterior.
Aquellas calles que conservan su nombre pese a la marea de las jornadas y el curso de los acontecimientos. Observo a aquel niño que era feliz porque se sentía amado. Querido por sus padres, abuelos y tíos, estimado por sus profesores; D. Miguel, tutor de Ciencias Sociales en séptimo de E.G.B, D. Eladio en sexto para Lengua, D. Daniel, el temido y estricto profesor de inglés que ponía la fila más derecha que un día sin pan, D. Lucas de Matemáticas y Física y Química y su pipa inolvidable y el tratamiento de Ud a niños que no entendían los conceptos.
Una luz invernal besa mi piel. La brisa entona cierta canción de recuerdo. El nombre de algunos amigos: Andreu Marroquí, Sánchez, Juanfran, Alfonso Catalán, Payo Barroso, Raúl Moral Herrero. Nos llamábamos por los apellidos más que por nuestros nombres. Aquel era un niño dichoso que soñaba universos. En los recreos intercambiaba sellos con Marroquí y Sánchez en la repisa de las ventanas y mandaba cartas a las embajadas para que le enviaran pequeñas joyas de otros países. Iba a fábricas como Uniroyal para pedir sellos que aquí le daban en grandes sobres marrones, casi siempre muy repetidos que alguien le guardaba escrupulosamente. Le gustaba estudiar muchas cosas que hoy ha olvidado y se han marchado por el sumidero de los calendarios.
La calle Guillem Santacilia que culminaba en Palmerers en la Clínica Ciudad Jardín y a la izquierda los chalés, cada uno con su arquitectura particular. Al otro extremo en la frontera del barrio en la Plaza Benidorm, la calle Pío Baroja que culminaba el fin de un mundo y el principio de otro.
Ese niño era feliz. Su madre se llevaba a su hermana y a él para que ella cuidara a su abuela tres meses al año en aquella casa adusta, fría, con el taller zapatero de su abuelo ya arrinconado, cerca de la iglesia, en el pueblo más universal de la literatura española donde un manco dicen que se enamoró de una dama en aquella inolvidable villa.
Los tiempos aquellos cuando un niño no era desterrado a BUP hasta los 14 años y comenzaba una nueva etapa estudiantil, ya muchachito. No como ahora que los “exilian” del colegio a los 12 años para enfrentarse demasiado pronto a la adolescencia y a los “gigantes” compañeros. Pero, ¡oh, curiosa paradoja!, miro los temas que estudia mi querido sobrino Sergi y sus materias apenas han cambiado sobre las que uno aprendía y les siguen inflando a deberes y controles. Uno comenzó el instituto cuando la jornada era partida, a doble turno y Los Palmerales aún no se había construido. Las casas que allí se arracimaban eran de planta baja y tejado de uralita. Aquella fue, sin dudarlo, la mejor época de estudiante de mi vida. Soñé amigos eternos. Muchos han desaparecido, cada cual en sus afanes, por las aguas de los vagones. Algunos quedan: José Miguel Lledó Orts, Miguel Valverde, Alberto Martínez Román, José Manuel Molero, Juan Martínez Torres, Andrés Ruiz Quevedo. Los amores no correspondidos del muchacho aquel que no había perdido la llama de la inocencia y la ilusión.
Los profesores a quienes guardo vivo afecto y profunda gratutid: Pedro de Geografía e Historia, Blanca de Griego que permitía fumar en clase, hoy impensable, Gaspar de Matemáticas, Bernardino que me enseñó el amor por la Literatura para siempre, esta amante que nunca abandona por adversas que sean las jornadas y mis ojos puedan sumergirse en el océano cambiante de las letras.
Aquel joven ideó metas futuras, diluidas hoy en el azucarillo de los días. Aspiraba a ser una figura mediática en el mundo de la comunicación, referente de la opinión pública. Imaginaba llegar a la historia de la literatura por las obras que escribiría. Ser leído y seguido por legión de lectores...
Aquel joven también fue feliz. Seguía con el amor de sus padres y el cariño de sus abuelos. Amigo de sus amigos del instituto y de la calle donde vivía con interminables partidos de fútbol. El tiempo nos esperaba y no había dudas posibles en nuestros designios.
Deambulo por esas mismas calles que permanecen doradas pero el polvo del camino ha dormido los sueños. Ya no se cumplirán las mayoría de propósitos. Ya se han marchado muchos de los referentes o están en las últimas travesías antes de estación término. Ya la mirada es más escéptica y afilada. Ya se duda, quizás para siempre, de las grandes palabras...
Las calles que hoy piso despiertan los fantasmas que alzan sus voces con el latido en mi pecho. En oración callada les doy las gracias por la dicha de ser amado y amar gracias a ellos, a quienes quería y quiero.
Las calles que atravieso con un velo de sueño y melancolía mientras mis pasos me llevan no sé dónde.