Una forma de mirar y una forma de contarnos lo que se observa o se deduce de ese ejercicio de la mirada. Quizá nos encontremos ante las dos claves que nos permiten identificar a un escritor distinto, valioso, imperecedero, como me parece que es el caso de Antonio Muñoz Molina. Otros autores, más impacientes o aparatosos, se obstinan en encontrar su signo distintivo en los aspectos verbales y sintácticos, o en la trepidación del argumento, o en la novedad de su temática, pero tales rasgos suelen ser devorados por el vértigo del tiempo, que muestra tanta inmisericordia como exactitud… En Las apariencias nos encontramos con un hermoso ramillete de artículos de prensa que, prologados por Elvira Lindo y reunidos casi cronológicamente, conforman un volumen hermoso, emotivo, rebosante de amor a la literatura, el arte, al cine, a las gentes, a la vida. Nos habla de un ladrón de libros, que se dejó embriagar por el ansia acumulativa de sus robos y que jamás cometió el exceso de leer ninguno de los tomos; del afán que ciertos políticos españoles exhiben a la hora de preterir el examen riguroso de cuanto aconteció durante la guerra civil y durante los aciagos años que siguieron (“La memoria española es un campo minado en el que nadie quiere internarse. […] Conviene que los muertos sigan siendo convictos para que los verdugos guarden a salvo su inocencia”); de su inmenso amor por Miguel de Cervantes (al que tributa el antológico texto “Aniversario íntimo”); del incomprensible desdén que las instituciones educativas muestran hacia el estudio de la literatura en los centros de enseñanza (“Los bomberos pirómanos”); del escaso interés personal que muestra por el éxito (“El éxito es un malentendido incómodo y fugaz y un pretexto para el canibalismo de quienes sólo saben vivir a expensas de la vida o de la muerte de otros”); y, por supuesto, de sus autores predilectos, que brotan en casi todos sus libros de forma explícita o implícita: Faulkner, Onetti, Aub… A esas delicias (que constituyen un resumen mínimo, telegramático, de los placeres intelectuales que esta obra ofrece oceánicamente al lector) podemos añadir los retratos de enorme brillantez literaria (“Por influjo de los libros, el hidalgo Alonso Quijano malbarata su hacienda y entrega su dignidad al escarnio”), las fórmulas metafóricas más inesperadas (alude a la “dignidad insular” de un vientre abultado) o el lirismo que nos aguarda, agazapado, en docenas de estas páginas (por ejemplo, cuando se refiere a “la luz de una estrella que ha cruzado el universo para herir durante unas décimas de segundo la pupila de un hombre”)… Antonio Muñoz Molina consigue cumplir en Las apariencias el difícil reto de hacer arte en cada uno de los artículos, y en cada una de las páginas, y en cada uno de los párrafos, y en cada una de las oraciones. Es privilegio de los clásicos.