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ISSN 1989-4163

NUMERO 98 - DICIEMBRE 2018

Sueño y Realidad

Joaquín Lloréns

Últimamente escucho poca música. Casi no veo tampoco la televisión; apenas alguna serie de Netflix. Pareciera que el sonido –el ruido– se me ha hecho molesto. Paseo mucho y pienso, pienso como si algún problema de índole metafísico se hubiera apropiado de mi mente y exigiera que le dedicase toda su atención hasta lograr su mágica solución. En realidad, ese «como» es pura literatura. Mis pensamientos durante esas horas diarias de diálogo interno no persiguen ninguna profunda filosofía, sino que recorren con pausa mis inquietudes diarias y mis simples preocupaciones, que no alcanzan el nivel de un joven mileurista. Pero es así. Mi mente quiere que mis neuronas trabajen con intensidad, sin ningún fin evidente, ni siquiera yo vislumbro un fin último para ello. Quizás sólo se trate de un mero ejercicio para postergar los inevitables problemas de demencia senil y arterioesclerosis a las que mis genes paternos me han condenado. Quizás los más de cincuenta años en los que jamás viví solo y las voces que me rodeaban en cada uno de los momentos de mi vida me reclamen un Camino de Santiago no mapeado de una duración inédita.

Hoy era un día festivo en medio de la tediosa semana laboral, lo que suponía un oasis de posibilidades. Mi tozuda cabeza, obviando el hecho de que la noche anterior me había acostado tres horas más tarde de lo habitual, me ha despertado a la misma hora en que lo hubiera hecho si hubiera tenido que ir a trabajar. Pero no me he dejado vencer y he luchado en un estéril duermevela hasta que he logrado que hubieran transcurrido las preceptivas ocho horas desde que cerré la novela de la que leí un capítulo y apagué la luz de la mesilla. Con todas esas minúsculas batallas conmigo mismo, eran ya las diez de la mañana. Antes incluso de ducharme y afeitarme, he resuelto un trabajo impostergable del que me he hecho deudor todos los uno de mes desde hace noventa y siete meses. He sacado del congelador dos filetes que pensaba empanar al mediodía y me he vestido. He puesto la lavadora. Vamos, que hasta las once no estaba en condiciones de asomarme al mundo.

Y el día propiamente dicho ha comenzado de un modo poco habitual, como si quisiera avisarme de que algo extraño iba a suceder. En vez de desayunar como siempre en mi casa, he bajado a un bar del barrio y he desayunado un chocolate con dos porras. Algo baladí para cualquiera que me hubiera visto, pero es algo que he hecho menos de media docena de veces en toda mi vida. Después, como si quisiera disimular conmigo mismo, he comenzado a dar mi paseo diario de más de una hora de duración. ¡Hay que ver cuánta parte de mi ciudad se puede recorrer en una hora! Desde que he adquirido esta costumbre he conocido prácticamente cada avenida, calle, callejuela y recoveco de la ciudad. Como siempre, intentando evitar las arterias principales, donde el ruido y la contaminación de los vehículos agreden a mi salud y a mis silenciosos pensamientos. ¡Mira! Esa señora está entrando en una iglesia de barrio sepultada en el bajo de un edificio corriente, como si de una secta secreta se tratara. Solo la cruz que adorna la fachada evita que mi fantasiosa cabeza se llene de conspiraciones. Entremos. Compartamos el agua bendita. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. La iglesia es tan anodina como uno podía imaginar. Los parroquianos, tan mayores como era previsible. Aún me llevan diez años. Me queda tiempo. Sigamos el paseo. Y así prosigo mi deambule en zigzag aleatorio hasta que consigo, durante breves minutos, desorientarme. Me gusta la sensación de perderme en calles ya tan conocidas, como si buscara que la ciudad se desorientara conmigo. Pero la gozosa sensación dura pocos cientos de metros. En el siguiente cruce mi cerebro se reorganiza y me reubica.

Es mediodía y procedo a extender la ropa para que no coja olor a humedad. Teniendo en cuenta que me he levantado tarde, parece algo temprano para empanar la carne, así que vuelvo a salir para tomarme un par de cervezas. Mi bar de guardia está de obras. Su anterior propietario lo cerró tratando de escapar inútilmente de las deudas, de su propia desidia y de su rácano servicio. Tiene nuevo propietario, pero no inaugura hasta mañana. Así, me voy al bar que, temporalmente, acoge a mi grupo de contertulios. Veo que, por seis euros y medio, el plato del día es picaña al horno con patatas y postre. Durante las dos cervezas, mi cabeza debate consigo misma sobre si probarla o comer en casa, como hago siempre que no tengo compañía. Un grupo de cuatro jóvenes, adornados de chaquetas de cuero con calaveras, comen pizzas y albóndigas. Del horno de las pizzas, el paquistaní que se encarga de prepararlas saca una bandeja con la picaña y la lleva a la cocina del bar sin musitar palabra. A punto está de quemar con ella a un cliente de la barra, lo que lleva a uno de los camareros a llamarle la atención. El asiático recibe el aviso en su proverbial mutismo con una sonrisa que parece contener un volumen completo de filosofía oriental. Busco en Google qué pieza es una picaña. Está encima del coxis. Una anciana con evidentes limitaciones mentales, y cliente habitual, ordena una pizza. El camarero más joven, que apenas había visto antes, al que sobra soberbia y falta amabilidad, se pone a comer un enorme plato de picaña con patatas al horno. Decido esquivar de nuevo a mis ordenadas costumbres y ordeno una picaña. A la pregunta, respondo que patatas al horno. Es la primera vez en más de un año que como en este bar. Está rico. Me divierte que el postre sea único. Helado. Lo tomas o lo dejas. Por segunda vez en el año como un helado. ¡Y estamos en noviembre!

Ya en casa, decido echar una breve siesta. Preveo que la próxima noche no dormiré las preceptivas ocho horas. Tercer acto fuera de lo normal. Apenas cierro los ojos, mi cerebro me pide escuchar música, así que enciendo la radio. Radio 3. Al menos ponen música fuera de los circuitos habituales. He tenido suerte. Beth Hart & Joe Bonamassa, a quienes no había escuchado jamás. La hora musical transcurre entre blues, soul y jazz. Y si una canción es buena, la otra es mejor. De pronto, la melodía es aún más hermosa. Intento subir el volumen desde el ordenador, pero elijo el ecualizador y el volumen se mantiene igual. Pruebo con el indicador del volumen, pero no lo logro. Abro el foscurít y en el balcón hay una bolsa de deportes cuyo contenido no recuerdo y el cabezal negro de hierro de una cama. Me parece escuchar la voz de mi hermano y acudo a la puerta. Con discreción, miro por la mirilla. En efecto, es él. Le abro la puerta y regreso al salón donde intento subir el volumen de nuevo. Me despierto. Mi hermano no está. El foscurit oculta el ventanal. Mi casa no tiene balcón. La música, sin embargo, es la misma que, durante una hora, he acompañado por primera vez, que yo recuerde, en mis sueños. Subo el volumen y disfruto de ella.

Tras diez años de escritura constante, los últimos dos años me abandonó el instinto creador. Hoy ha vuelto. Un día diferente, sin duda. ¡Y apenas son las seis de la tarde! Pase lo que pase en las próximas horas, lo guardaré para mí.

 


 

 

 

 

 

 
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