De Jim Thompson se ha dicho que es el Philip K. Dick de la novela negra, una afirmación que también vale de otra manera: Dick es el Thompson de la ciencia-ficción. Ambos trabajaron siempre en los suburbios de la literatura de género, publicaron buena parte de su obra en revistas y editoriales de mala muerte, cortejaron el alcohol y las drogas y sufrieron durante su infancia terribles traumas psíquicos que les acompañarían el resto de sus vidas. Ambos fueron despreciados en su América natal y súbitamente adorados en Francia, el país literario por excelencia. Su originalidad no admitía pactos ni medias tintas: tanto Dick como Thompson destilaban un talento asombroso que les condenó al fracaso y que les proporcionó un inmenso y paradójico reconocimiento post-mortem.
Convencido de su propia valía, poco antes de morir, Thompson advirtió a su mujer que no tirara sus manuscritos, que en menos de una década su obra sería oro puro. No se equivocó. Desde mediados de los ochenta, la visión nihilista y violenta y el humor negro del maestro han empapado el género policíaco con una fuerza arrolladora, influyendo a novelistas tan dispares como James Ellroy o DonWinslow y a cineastas de la talla de Tarantino o los hermanos Coen. El propio Thompson también fue guionista de cine, un campo donde tampoco tuvo suerte, a pesar de que fue el demiurgo escondido detrás de dos de las primeras películas de Stanley Kubrick, Atraco perfecto y Senderos de gloria.
En sus dos libros más célebres, 1.280 almas y El asesino dentro de mí (ninguno de los dos debería faltar en cualquier biblioteca) Thompson logró el extraño milagro de cuajar la voz de un psicópata en estado puro, divertido y salvaje, que mantiene al lector continuamente embrujado. La narración fluye sin desmayo entre ocurrencias descacharrantes y brutalidades sin freno, como si Thompson se hubiese travestido en una Sherezade asesina. Ese hechizo puramente literario se pierde en las adaptaciones cinematográficas de sus novelas, que suelen naufragar salvo en casos excepcionales como La huida, donde detrás de la cámara estaba el gran Sam Peckinpah.
En la última novela que escribió, Hijos de la ira (RBA), resucita de nuevo esa primera persona trastornada, para dar cuerpo a Allen, un adolescente negro hijo de una hermosa prostituta blanca repleto de rabia hasta las cejas, peleado con el mundo desde el momento mismo de su nacimiento:
“Vi muy pocos negros en los pasillos o en las aulas a las que pude asomarme. Había quizás uno por cada cincuenta blancos. A mí la verdad es que me importaba un pito, como comprenderéis. Me limito a citarlo como dato informativo. No me importaría un carajo que todos los negros hijos de puta del país se murieran de almorranas sangrantes”.
Los conflictos raciales y los choques de clases son sólo el primer estadio de esa enloquecida dialéctica donde se desarrolla la novela, que de inmediato desciende a un oscuro y perverso sótano donde no queda títere con cabeza. Blancos que desprecian negros, negros que quieren ser blancos, homosexuales violados, mujeres golpeadas, negros que odian tanto a negros como a blancos, van formado un ecosistema podrido que Thompson corta en dos con el cuchillo de su prosa para revelar la injusticia y la saña esenciales de la sociedad estadounidense.
Incesto, sodomía, impotencia, infanticidio. La imaginación de Thompson carece de límites pero su repertorio de atrocidades no es un simple tiovivo. El discurso de Allen, esa voz fascinante, retrata el maltrato de los débiles y entronca a su manera con la gran lección moral siempre presente en la gran tradición de la novela negra: una investigación de los abismos del alma humana, un sermón, una autopsia. Thompson dijo una vez: “Hay treinta y dos maneras de contar una historia y yo las he probado todas; pero sólo hay una historia: las cosas no son lo que parecen”.