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ISSN 1989-4163

NUMERO 98 - DICIEMBRE 2018

Gaspar, El Joven

Amador Redondo

Ante su padre se presentó, forzado por el respeto que le tenía. Hizo la reverencia y se arrodilló.

Sentado en el trono, su padre, el monarca, suspiró largamente y escogió las palabras de entre las decenas de versiones que en su memoria había hecho tiempo atrás, cuando estaba más convencido de que una paciente reflexión supondría el correctivo idóneo para aquel hijo desobediente que siempre entretejía la soberbia y la más lujuriosa indolencia en el paño de una vida licenciosa y vacía.

—Gaspar —le dijo su padre—, es hora de que tomes ya las riendas de esa vida que llevas. ¡Ahman! —dijo el rey dirigiéndose a un criado que se sentaba detrás de él—, entrégaselo.

Avergonzado, Gaspar, bajó la mirada y levantó las manos. Sobre ellas Ahman dejó un cofre de plata.

—Ahí tienes —dijo el rey—, esa es tu herencia. Es todo lo que recibirás de mí. Del resto ya has dado buena cuenta en tu juventud. Has malgastado, engañado, y deshonrado por diez vidas. Los años que te quedan de esta no serán placenteros, ni siquiera soportables, te lo aseguro. Pásalos en palacio, si lo deseas, pero que tus pasos no se crucen con los míos.

El rey se levantó, ayudado por el brazo de Ahman. Pasó junto a su hijo y se retiró a sus habitaciones. A él le siguieron el resto de criados.

Cuando todos se hubieron ido, aún seguía Gaspar con los brazos en alto, aguantando el pequeño cofre, que ahora parecía pesar mucho más.

Poco a poco, como si aún le observasen, alzó la mirada y reparó en que estaba completamente solo. Incluso los guardias que noche y día guardaban la sala del trono se habían ido.

Nadie fue a buscarle, nadie reparó en él.

Una amargura, cálida e intensa emergió en su rostro, cuyos ojos sollozaban sin lágrimas. La soledad, que en otros tiempos fue recogimiento y libertad, le aprisionó con una sensación de vergüenza y sordos reproches. La miseria de la que era consciente le impedía respirar, y, por un instante, tuvo que apoyarse en sus manos para no caer.

Su apesadumbrada alma parecía querer acercarse a las sombras que le rodeaban, sumirse en ellas, alejarse de la tenue luz de las antorchas, quería desaparecer. Pero ni siquiera la oscuridad deseaba su compañía.

Cuando el cansancio pudo con él, regresó a su dormitorio y se sentó cerca de la terraza.

—El vacío convierte a los hombres en recipientes —dijo Ahman, que le esperaba oculto—, donde todo resuena, donde todo sonido retumba con un eco exagerado y discordante.

Gaspar no dijo nada. Abrió el cofre. Dentro de él, tan sólo un puñado de mirra.

—Pero el vacío nos libera también de todo peso acumulado, de todo lastre inservible. Un libro por escribir, un cuadro por pintar, y un alma por llenar.

La mano de Ahman reposó con fuerza sobre el hombro de Gaspar y éste la abrazó.

La vida para Gaspar no cambió, salvo por su soledad.

Sin embargo, pocas cosas ocurren como queremos, o necesitamos, y los enemigos de su padre, los conflictos fronterizos y la ira de un pueblo pobre e ignorante, estallaron al unísono el primer día de su huída.

Gritos, fuego y sangre, es todo lo que encontró una mañana Gaspar al despertar. Un soldado vino a buscarle, y le animó a coger lo necesario y a guardar silencio. En una balconada cercana, Ahman le esperaba con una cesta que pendía de una cuerda de esparto, agarrada a una improvisada polea de madera. A los pies de la cuerda, otro criado que gritaba impaciente a que bajasen.

—Escapa, ahora —dijo Ahman. Sus únicas palabras. Un único gesto mientras agarraba la cesta, y una sencilla sonrisa de esperanza.

—¿Y mi padre? —preguntó Gaspar, mientras descendía.

—Si no escapas, estarás con él —le contestó Ahman y cerró sus ojos.

Abajo, el criado le ayudó a salir de la cesta y Gaspar gritó para que bajaran. Arriba, el ruido de lanzas y espadas, ensordecido por la batalla, al tiempo que un brazo tiraba de Gaspar para que no mirara atrás. Y no lo hizo. No hasta que estuvo acurrucado a la entrada de una gruta cercana, observando al atardecer el fuego de la contienda que mostraba un horizonte de columnas de humo.

Cuando todo hubo acabado, y tras el descanso de la noche, el criado lo llevó con unos mercaderes que atravesaban la montaña.

—¿Y tú, no vienes? —preguntó Gaspar.

—He dejado mucho atrás —contestó Ahman—, y he de intentar encontrarlo.

Cada día, caminaba porque se lo pedían, y trabajaba lo que sus fuerzas le permitían.

Más allá de cada pueblo y de cada montaña, su memoria enumeraba todo lo perdido, sin prestar atención a lo ganado.

Con el tiempo, pues, sus recuerdos se hicieron piedras que fue dejando en el camino, acogió su nueva actividad con esperanza. No tardó en encontrar en él a un amigo que le acogió en su casa, Baltasar; un regente de tierras lejanas, que administraba todo lo que tenía con juicio y justicia, con equidad y honor.

De él recibió lo que ya había poseído, aprendió lo que ya le habían enseñado, descubrió lo que debería haber vivido de otro modo, y acabó enseñando lo que nunca debió haber olvidado.

Junto a éste, Gaspar se hizo un hombre prominente y un afamado administrador que construía la prosperidad del pueblo con sus propias manos, y éste así lo reconocía.

El respeto, hacia sí mismo y de los demás, que nunca había conocido, le llenaba cada día de una sencilla felicidad, que siempre traía a su memoria la sonrisa de Ahman.

—La vida nos da a cada uno más de lo que podemos soportar, y menos de lo que necesitamos llevar —le dijo una vez Baltasar—. Un favor te pido —dijo tras una pausa—. Tengo que hacer un viaje a occidente, por consejo de un buen amigo. Me pide que lo acompañe y quiero que vengas conmigo. Me asegura que este viaje, su significado, también te compete a ti. Se habla de un secreto que cambiará el mundo, algo que debemos ver con nuestros propios ojos. ¿Vendrás?

De camino, en compañía de aquellos hombres encontró que su alma se abría, y sus recuerdos brotaban. Pensó en aquellos a los que quiso y en su padre, al que, a pesar de todo, en lo más profundo, respetó. Antes de partir, había guardado el cofre, sin saber por qué. No lo había tocado desde entonces, pero algo le decía que debía traerlo.

—Lo llevo como un regalo ofrecido por su padre a aquello que sus compañeros buscaban. Lo dejaré allí a donde vayamos, sea donde fuere. Será el perfume que nunca le entregué, el incienso que nunca encendí, el ungüento que nunca usé, la medicina que nunca le di; todo en honor de su muerte, pues también para ello es la mirra que me dio.

—Padre —añadió para sí—, te prometo ennoblecer el nombre que me diste con decisiones honrosas y actos puros. Haré de mi vida la causa de tu felicidad.

Al llegar, un niño recién nacido, unos padres conmovidos y tres hombres ante él.

Con ternura acercó su mano para acariciarlo, y el pequeño le correspondió.

—Si mi vida significa algo, si mi nombre es conocido, será únicamente por este cofre de Mirra que te entrego, y porque sostuviste con tu diminuta mano mi dedo por un segundo, por nada más.

 


Gaspar, el joven

 

 

 

 

 

 
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