BAJO EL MAL DE PIEDRA
Mendelssohn en el tejado, del escritor checo de origen judío Jirí Weil, se publicó en su país en 1960, al paso del Ecuador de la República de Checoslovaquia (1918-1992). Y esa condición fronteriza de su cronología bien pudiera hacerse extensiva a su estilo, grotesco por partida doble, y que discurre desde el desenfado carnavalesco propio de lo grotesco de Bajtin, y proverbial de la recién nacida república centroeuropea alumbrada merced a la partera de la Gran Guerra, hasta precipitarse en el nihilismo aniquilador del grotesco postulado por Kayser, y que abarca el Protectorado y la República Socialista. Y, en efecto, pudiera decirse que Mendelssohn en el tejado son dos novelas en un tejado a dos aguas cuyo caballete —con chimenea incluida para el proverbial humo(r) negro de judíos— lo constituye el atentado contra el Protector de Bohemia y Moravia, Heydrich.
¿EL VIOLINISTA EN EL TEJADO…
«Si un cartógrafo te dice “soy neutral”, desconfía de él. Si te dice que es neutral, ya sabes de qué lado está. Un mapa siempre toma partido. […] Estos dos representan el mismo lugar, pero fíjate cómo lo llaman los checos y cómo los alemanes.»
Juan Mayorga, El cartógrafo. Varsovia, 1: 400.000 (La uÑa RoTa, Segovia, 2017, p. 27.)
Y es que la anécdota de dos tontiastutos checos —esos proverbiales tontos listos de la progenie del soldado Svejk— que, obligados a derribar del tejado del Rodolfinum una estatua del músico “judío” Mendelssohn, hacen tambalearse toda la escala de mando de la ocupación alemana —«“Pero si los gitanos vienen de la India, y yo he leído que los indios son arios…”. Tendrías que haber visto cómo se puso: […] “¡Si el Führer ha dicho que los gitanos no son arios, pues eso es lo que vale […]!”. Después de eso, decidí no volver a intervenir y dediqué el resto de la clase a echar un sueñecito», p. 135—, llega al clímax, en la línea ecuatorial de la novela, con la muerte del Gran Carnicero de Praga —que a manos de la Resistencia Checa había de que acarrear, como represalia, fatídicas consecuencias—, aquel melómano Heydrich —«Por entonces, el cuarteto nacional solía interpretar sus piezas [de Mozart] y él fue seleccionado como segundo violín. “Segundo violín… Eso no volverá a suceder”, pensó frunciendo el ceño», p. 31; “y su mano, de la que se sirvió con demasiada frecuencia en sus/ tiempos de jefe de policía, ya no es ni siquiera capaz de sujetar el arco de un violín”, pp. 118-119— , responsable de tal orden —“Ordene inmediatamente la retirada de esa estatua ¡Mendelssohn está en el tejado!”.
Y desde ahí, el elemento cómico se torna dramático en un continuum narrativo que se aleja de sus fuentes y desemboca en el programado progrom —progromado— “final”. Y ese doble carácter bifaz, heterogéneo, encuentra su correspondencia en un motivo que entreteje esa primera parte de la novela: el absurdo de hacer pasar por pureza racial —si no es mediante el engaño o la violencia— lo que es grotesco mestizaje en la Naturaleza: desde el aspirante a SS Schlesinger, encargado del derribo de la estatua —cuyo apellido, “y además precedido del nombre Julius, tenía toda la pinta de ser judío […] Él llevaba siempre consigo su certificado de raza aria, cuya pureza se remontaba hasta su abuelo y su bisabuela”, p. 16 —, el poeta Mally, de los Sudetes —“¡Qué inmundicia! Allí todo se mezclaba: checos con nombres alemanes y alemanes con nombres checos”, p. 38—, o el fotógrafo Pokorný —«en Praga había casi tantos “Pokorný” como “Novák”. Eran unos apellidos comunes entre judíos pero también entre alemanes”, p. 193—, y aun los franceses —“Y el Reich pagaba por estos vagos [fisonomistas] que, hacía poco, habían detectado como judío al mismísimo secretario del embajador”, p. 156—, pasando por la ya mencionada anécdota del origen ario de los gitanos, hasta llegar a ese compositor que da título a la novela: el músico Mendelssohn, descendiente del reformista judío Moses Mendelssohn(1), que “fue bautizado, tal y como acabo de recordar ahora, cuando todavía era un bebé. Por lo tanto, según nuestra religión, no pertenece a la raza judía”, p. 104—.
….O EL MAL DE PIEDRA DE TEJAS PARA ABAJO?
“Cuesta mucho ver que los bultos no son piedra sino gente. Esos vagos, malentretenidos, conspiradores, prostitutas, migrantes, tránsfugas de todo pelo y marca, que en otro tiempo Su Excelencia destinó a aquel lugar, ya no son más gente tampoco, si uno ha de desconfiar de lo que ve. Bultos nomás. No se mueven, Señor; al menos no se mueven con movimiento de gente, y si por un casual me equivoco, su movimiento ha de ser más lento que el de la tortuga.”
Augusto Roa Bastos, Yo, el Supremo (La Oveja Negra, Bogotá, 1985, p. 21.)
“Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto […].”
Gustav Meyrink, El Golem (Tusquets, Barcelona, 1995, p. 29)
“La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el dato más elocuente de su transformación en estatua.”
Luis Matero Díez, “Brasas de agosto” (El árbol de los cuentos, Alfaguara, Madrid, pp. 180-181)
O el mal de piedras, por decirlo con la risa sardónica de la novelista de origen sardo Milena Agus. Porque, si hay un segundo motivo que comunique el antes y el después de Mendelssohn en el tejado, como un puente de piedra —De noche bajo el puente de piedra (y nunca mejor traída aquí aquella maravillosa historia de amor entre judíos en la Praga de Rodolfo II), de Leo Perutz—, en una ciudad como Praga, que es “Una música petrificada” (p. 120), ése será precisamente el mal de piedra que, con valor simbólico y como subtrama narrativa, desemboca en el desenlace de la novela: la petrificación del médico judío Rudolf Vorlitzer —¿golemización?—, “afectado de aquella misteriosa enfermedad que le había convertido en una estatua viviente” (p. 51), “mientras que el resto de su cuerpo se iba transformando en piedra poco a poco” (p. 46), en una puesta en abismo de la ciudad: “Todo se transforma en piedra, los/ recuerdos y las imágenes se desvanecen, y el río dejará de fluir para siempre, hasta sus olas se volverán de piedra” (pp. 95-96).
IDOLATRÍA VERSUS ICONOCLASIA o LOS VERDUGOS TAMBIÉN MUEREN
Pues bien, en ese escenario jalonado por estatuas de piedra, el narrador, omnisciente como el propio Yavéh —no confundirlo con el autor, un veterano militante comunista reeducado por Stalin—, participa de una mentalidad moral enemiga de tal imaginería: “En realidad, su religión prohíbe cualquier tipo de representación” (p.70); «“No te harás imagen…” Las estatuas no pueden traer sino desgracias, simbolizan la idolatría, uno de los mayores pecados» (p. 102). De modo que su culto merecerá, desde el juicio moral de la Voz, condena mediante un castigo que discurre desde la justicia poética —“La estatua del Comendador [del Don Giovanni, de Mozart] vengaba un crimen, pero ¡qué ridículo, qué estúpido suena eso cuando no dejan de manar torrentes enteros de sangre!” (p. 32); o “Llévese la estatua. […] Reisinger la emprendió a martillazos con el yeso. Primero despojó a la diosa de la Justicia de su cabeza de ojos vendados. […] La Justicia ya no volvería a molestar a nadie más” (pp. 186-187)—; de la justicia poética, decíamos, hasta la justicia divina representada por los sucesivos desenlaces de los implicados en “el caso Mendelssohn”: desde Schlesinger, aquel aspirante a las SS —“Sin embargo, la estatua había consumado su venganza: había conseguido que lo despidieran y que lo enviaran al frente”, p. 140— al gerifalte de “corazón de piedra” de la operación, el Gran Verdugo del Protectorado —“el féretro de Heydrich recorrió por última vez el patio de armas y cruzó la puerta sobre cuyas columnas se alzaban, inmóviles y mudas, las estatuas con el cuchillo y la maza”; “Pasó junto a las estatuas del puente y también junto a la estatua de Rolando”, pp. 189-190—.
¿DE OCA A(L PASO DE LA) OCA o VUELTA A LA CASILLA INICIAL?
En consecuencia, y a excepción de la azarosa peripecia, propia de un estúpido Svejk, del municipal checo Becvár —“¡Maldita estatua! –suspiró Becvár-. Se ha resarcido bien conmigo. /Al día siguiente, Becvár […] partió hacia el Reich”, p. 218—, a quien se le aparecerá el destino esculpido en forma de “diosa Higia” —“Resulta que por culpa de una estatua llegué al Reich, y también debido a una estatua he vuelto de él. Esta última era una estatua estúpida, ¿sabes? […] Yo no era capaz de mirarla, […] tuve que mirar a una vieja que chillaba en lo alto de un muro…y salvé a la vieja, que, en agradecimiento, consiguió que me mandaran a casa”, p. 227—, la estatuaria local de dicha escenografía identificará espacio con petrificación del tiempo: “La muerte ronda por todas partes. […] Permanece oculta tras las puertas, no se mueve, está hecha de piedra”, p. 153.
AL PIE DE LA HORCA O MUERTO EL PERRO, SE PROPAGÓ LA RABIA
“MAREK: […] El mapa más exacto siempre lo hace el enemigo. El gueto desde el punto de vista de los asesinos. Estaban convencidos de que iban a acabar su trabajo. Por toda Europa recogieron piezas para crear un museo de la Extinta Raza Judía.”
Juan Mayorga, El cartógrafo. Varsovia, 1: 400.000 (La uÑa RoTa, Segovia, 2017, p. 40.)
“Eliminado” el Protector, se resuelve el “caso Mendelssohn” con un desenlace feliz, carnavalescamente bajtiniano, entre el humor satírico de un Hašek y los dicharachos de un Hrabal, y sin más conexión con Mendelssohn que las secuelas, en el Museo Judío —que, por cierto, Weil dirigiría en sus últimos años—, de quienes se vieran concernidos por la identificación de la estatua del compositor. Y así, la fatídica coincidencia de dos personajes episódicos en esa aparente trama inicial, Reisinger y Schönbaum, portero y escenógrafo respectivamente del Museo, deportados ambos a Terezín, antesala de los campos de exterminio del Este, entreabre la puerta del trasmundo con los preparativos y la ejecución ejemplar de doce reos de faltas menores en un espectáculo gratuito en dicho campo, bajo la vigilancia del primero —“La noticia había sido tan repentina que se quedaron de piedra, mudos”, p. 240— y en la horca diseñada por el segundo —“Pensó que aquel diseño se podía considerar en realidad una especie de escultura”, p. 245— . Y a ambos se añadirá, in extremis, el erudito Rabinovic, rabino del Consejo y conciencia moral de la novela —“Quizá Dios se apiadase de él, pues no había pecado de mala fe”, p. 292—, con el cabo suelto, como contrapunto, del otro municipal, Stankovský, quien tras el derribo “llevaba la cuerda enrollada bajo el brazo” (p. 136), en un negro presagio.
Y la característica hibridación que conforma Mendelssohn se transmuta en hybris del terror al tornarse lo grotesco, en esta segunda vertiente, siniestro, nihilista y aniquilador, al pie de la letra del manual de Kayser, con muy poco ya del tradicional humor negro —“humor de ahorcado”, según la proverbial locución checa— y mucho del descarnado testimonio de Julius Fucík, escritor comunista ejecutado en 1943, en su Reportaje al pie de la horca —manuscrito sacado hoja a hoja de la cárcel de la Gestapo en Praga—.
O, por resumirlo en términos de degradación grotesca: tras la “operación Antropoide”, que acaba con el Superhombre Protector, los “infrahumanos” judíos quedan en manos de un jorobado verdugo checo, contrafigura de la Bestia rubia: “¿Cómo era posible que él, en otro tiempo un oficial en activo del Ejército Imperial alemán, tuviera que estar escuchando semejantes sandeces de un simio borracho y peludo como aquel?”, pp. 258-259.
VIDA CON ESTRELLA CRUEL
O
DE PUENTE A PUENTE Y TIRO PORQUE ME LLEVA LA CORRIENTE
“Durante la ocupación nazi, a Weil le asignaron un puesto en el Museo Judío de Praga. Cuando le llegó el turno de ser deportado al campo de concentración de Terezín, decidió que intentaría escapar fingiendo un suicidio. Una noche dejó su cartera en un puente y desapareció. El hombre que la encontró la entregó en comisaría, lo que, unido a una carta de despedida que apareció en la vivienda de Weil, provocó que el escritor fuera declarado oficialmente muerto. Weil pasó los restantes años de la ocupación nazi en la clandestinidad. Al terminar la guerra, pesaba apenas cuarenta y cuatro kilos y su salud estaba bastante deteriorada.”
Diana Bass, traductora de Mendelssohn en el tejado
En esa segunda parte de Mendelssohn, ambientada en Terezín —como lo estaba ya un año antes Vida con estrella, la novela de Weil sobre el citado campo, del que se zafó el autor merced a una peripecia novelesca— y a la espera del triunfo soviético en el frente del Este —cuando la superviviente estrella amarilla habría de quedar Bajo una estrella cruel, por enlazar con la persecución por parte del régimen comunista que relata Heda Margolius Kóvaly con tal título—, y en esos capítulos finales en que la fragmentación narrativa pone de manifiesto lo heterogéneo del relato grotesco; y donde las diferentes tramas de la novela, al modo de trazados ferroviarios de trenes (no tan) rigurosamente vigilados, van desembocando en unas apartadas estaciones y vías muertas —“Y trenes repletos de munición o de alimentos quedaban atascados en vías secundarias o apartadas estaciones”, p. 277— , tras la voladura de los puentes —“En todas las plazas ocupadas, los puentes y los raíles volaban por los aires cada dos por tres”, p. 277—; será ahí donde el autor-narrador tenderá puentes, conectando ramales interrumpidos, que restablezcan la red asociativa del relato, a la manera de vagones de mercancías que, con arreglo a la técnica de Weil, retroceden a los antecedentes de los personajes antes de unirse luego a la máquina del convoy narrativo, para ajustarlos mediante sumarios que recapitulan su contenido y encarrilarlos hacia el punto de conexión de cada personaje con la trama en que se inserta, no sin el contrabando de cierta exposición divulgativa en la información, tutelar hacia los protagonistas y excesivamente “rabínica” en su reflexión omnisciente.
EL MOLDAVA o EPÍLOGO CON LITOTRICIA
“¿Cuánto tiempo hace que paseé por el puente y admiré las estatuas de piedra? —y ahora ese puente que había estado en pie durante siglos, estaba en ruinas.”
Gustav Meyrink, El Golem (Tusquets, Barcelona 1995, p. 145)
Pero es la vuelta al escenario urbano de Praga, de la mano de las sobrinas del médico petrificado —“Se parecía a la estatua frente a la que estaba el reclinatorio”, p. 150—, en la travesía fluvial de su tutor, miembro de la Resistencia, a través del Moldava, el punto y hora en que desembocan los afluentes de esa novela-río, bajo el motivo recurrente de la piedra, y se encauza en esa alegoría, ramificada a lo largo y ancho de toda la novela, proporcionándole unidad temática y sentido simbólico —no exento de valor moral, que lastra, petrificando, con su racionalización de la imagen, el valor poético del motivo— :
“La escultura representaba el río rodeado por sus numerosos afluentes. Se trataba de un retrato de su juventud. […] En el puente de Carlos le aguardaban estatuas forasteras y hostiles, erigidas hace mucho tiempo por otros invasores. Vistas desde abajo, parecían aún más torcidas y exageradas. Más adelante, en los puentes nuevos, se cruzó con otras que hablaban de esperanza, que habían sido creadas para anunciar el fin de la subyugación. Algunas de ellas tenían incluso alas, como si fueran a echar a volar en cualquier momento hacia la victoria. […]”, p. 302.
Pero el mal de piedra tenderá a contagiarse, merced a la invasión de los aliados —“El Ejército soviético marchaba desde el Este”, p. 320—, a Berlín, la capital del III Reich:
“Se derrumbaron las soberbias estatuas de la avenida de la Victoria, cuyas extremidades rotas rodaron por el suelo, y la triga del Arco del Triunfo cayó hecha pedazos. Los supervivientes se arrastraban junto a las cabezas desprendidas de mirada indolente y fijaban la vista en el suelo, pero solo veían un desierto de piedra. Nada crecía en ella. Bajo el polvo, las piedras y los cascotes, la tierra estaba muerta”, p. 321.
Hasta que el sacrificio de las sobrinas del médico petrificado consagre la primavera… de Praga, pues los árboles mueren de pie y ha estallado la paz de millones de muertos:
“Los árboles, triunfantes e inmortales, […] morían de pie. No eran piedras muertas erigidas para conmemorar, amenazar o recordar. Eran la vida venciendo a la muerte”, p. 322.
(1)
“Por supuesto que conoce el nombre de Mendelssohn: es el padre de la Haskalá. ¡Moses Mendelssohn, con él empezaron todos los males! De hecho, su movimiento reformista condujo a los judíos hacia caminos errados que degeneraron en violencia y pecado, así como en el/ asesinato de todos aquellos a los que había conducido hacia la trampa”, pp. 103-104.