Ignoro hasta dónde llegó a calar la tan traída y llevada injerencia rusa en ese encaje de bolillos mal parido en que se ha convertido Cataluña, esa histórica y personalísima sardana, con tintes de auténtica, genuina habanera, donde aquellos hermosos y equilibrados círculos concéntricos que empezaron, ante el entusiasmo propio y también ajeno, constituyendo los inolvidables, los admirables círculos olímpicos del año de gracia de 1992, han terminado degradándose hasta dar a luz los tenebrosos, los vergonzantes círculos viciosos que, de momento, tienen su sede simbólica en Bruselas, como podrían tenerla, por supuesto, entre los barrotes de cualquier otra cárcel. Se ve que ha llovido mucho desde entonces y no siempre a gusto de todos.
No sé, tampoco, si la injerencia rusa, venezolana o iraní influyó decisivamente en el Brexit o en la ascensión fulgurante de Donald Trump. Habría que preguntarle, por ejemplo, a Putin y a Maduro o a Julian Assange, pero también a todos los hackers más o menos sabios y hasta venerables que venden al mejor postor sus negras, oscurísimas manipulaciones digitales, sus dados lascivamente cargados, su balanza preñada de opiniones, consignas y estrategias que oscilan como oscilan la bolsa o la vida, de la misma forma que la usura de unos o la especulación de otros abre brechas y zanjas o cañadas y empuja, finalmente, a los hombres y los seduce, los engaña, los divide, los confunde.
Pero quizá no haga falta irse tan lejos, porque hace demasiado frío en Moscú, la crisis chavista ha convertido Caracas en un sucedáneo del infierno y no hay forma humana de sumergirnos en la Dark o la Deep Web sin que nos venzan, definitivamente, las náuseas y también el horror ante la miserable constatación de que todo, absolutamente todo, está en venta, porque siempre habrá gente dispuesta a comprar cualquier cosa. La hay, sin duda.
Echo un vistazo global a las redes sociales, al algoritmo palpable, aunque escondido, de los buscadores, al panorama epidérmico del día a día de tanta, tantísima gente y no dejo que me venza ni siquiera una sonrisa: no fuera a delatarme. Cientos, miles, cientos de miles, millones de personas que, aunque carecen de cualquier preparación de índole humanista o profesional, docente, literaria o lírica, filosófica o simplemente personal, se autodenominan escritores o, incluso, poetas, filósofos, columnistas más o menos procaces e incendiarios, historiadores, exorcistas, politólogos o incluso hackers (en realidad, tanto da) mientras inundan las redes con la exhibición enfermiza de sus conspiraciones, sus opiniones, sus ripios, sus tesis, su insoportable gravedad decididamente ególatra. Cientos, miles, cientos de miles, millones de ignorantes unidos jamás serán vencidos. Pues parece que así es. Vaya desastre.