Un hombre siempre esconde una historia. Unos pasos que mecen sus caminos por esta dura tierra para acabar en el anonimato, el olvido y la desaparición. ¿O quizás no? Su imagen, su memoria, sus palabras y su rostro perviven en aquellos que tuvieron la suerte de conocerlo y tratar con él. En este caso, su paso por este valle a veces florido, otras oscuro, no estará destinado al océano de los silencios. Difícil misión en un mundo habitado por más de seis mil millones de personas, cada cual con su relato a rastras.
Él se llama (y lo digo en presente aunque Caronte ya se lo haya llevado al otro lado de la orilla incógnita) Francisco Rodríguez Muñoz. Este nombre supongo que no les dice nada pero para este que escribe, su nieto, estas letras definen unas señas de identidad que conforman su historia y la mía. Una familia y una forma de ser y estar.
A mi abuelo lo conocí cuando declinaba el paisaje de su vida. Las cataratas amenazaban el arco iris de su mirada. Las primeras sombras se apoderaban de sus ojos. Mi madre, que también un día empezó a recorrer otras veredas con él, nos llevaba a mi hermana Mariángeles y a mí al Toboso (pueblo mítico de nuestra literatura gracias a Aldonza Lorenzo y la pluma de Cervantes y un ingenioso hidalgo enamorado hasta las trancas de una campesina-princesa) para atender a nuestra abuela Sinforosa imposibilitada en su cama. Eran los tiempos de la televisión en blanco y negro y los dos canales únicos, que mi hermana y este servidor acudíamos a ver a casa de los primos de mi madre. La época de Pumby, TBO, Hazañas Bélicas, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, Flash Gordon, El Capitán Trueno y Jabato. Las noches frías de la estepa castellana sin glorias en la casa que calentaran nuestros cuerpos. La necesidad de arrebujarnos los tres (mamá, mi hermana y yo) en la misma cama y sobre la cabecera una imagen de una virgen de Murillo, escoltada por un coro de ángeles.
Mis tíos Jesús, Paco y José echan la vista atrás y comentan que aquella casa con un jardín y un albaricoquero y una despensa casi siempre huérfana de trigo y condumio, era un hogar feliz y digno pese a su pobreza. Francisco, zapatero de profesión, arreglaba el calzado a los vecinos a cambio de huevos, pan, gallinas, conejos, vino y otros alimentos para distraer a las tripas ociosas. Sonaban los tiempos de un hogar sin pan ni una familia sin lumbre. Parte de estos suministros los cargaba a hombros y andaba hasta Alcázar de San Juan o Quintanar de la Orden o Miguel Esteban para coger allí un camión que le transportase a Madrid. En la capital del imperio marchito, mi abuelo, mi héroe intercambiaba estas viandas por latas de conservas que llevaba de nuevo al pueblo para canjearlas por dinero bueno. Pero no todo era trabajo y esfuerzo con recompensas mínimas pues mi abuelo, a quien los naturales del lugar, pusieron de mote Marrullas, aprovechaba sus estancias en la gran ciudad para acudir a los espectáculos musicales y variedades de la Gran Vía. Algunos apuntan que mi abuelo tenía buen porte y trato con las mujeres y sabía encandilarlas con su gracia y labia. Las malas lenguas comentan que más de una cupletista fue detrás de él y que incluso una monja pensó en colgar los hábitos para seguirle en vez de estar desposada con el Señor. Aquí la historia se diluye entre la realidad y la ficción, entre la leyenda y la certidumbre.
Otra de las cualidades que adornaba su carácter se centraba en su pasión por la música. Era miembro de una banda y tocaba el trombón. Sabía de memoria muchas canciones y coplas populares, chascarrillos y refranes. Años después, cuando yo lo conocí con la visión recortada en un ojo por las cataratas y las piernas cortadas por las malditas subidas de azúcar, tarareaba de memoria muchos de esos estribillos y melodías mientras con sus labios emitía los sonidos de su instrumento y sus dedos repiqueteaban sobre el hule de la mesa el ritmo de aquellas canciones.
Es curioso cómo la vida es un espejo de casualidades que trazan nuestro destino, ése que está escondido en el interior de cada uno. Quizás yo no estaría escribiendo estas líneas laudatorias ni mi madre habría abierto los ojos a la vida si un incidente que vivió mi abuelo no hubiera acabado con un desenlace favorable. Y es que en los tiempos de la guerra gorda, mi abuelo Marrullas, apellidado así por su don de palabra y camelar con su verbo los oídos de sus oyentes, fue reclutado obligatoriamente para servir… a los dos bandos. Las líneas eran difusas y los movimientos constantes aunque mi abuelo me dijo que no recuerda haber matado a nadie y siempre tirar al aire. En cierta ocasión en tierras de Extremadura fue capturado por el llamado bando nacional. A la mañana siguiente les iban a subir para darles el “paseíllo” pero mira por dónde un capitán lo vio y le dijo: “Francisco, tú no subas” y esta fue su salvación. Aquel hombre resultó ser amigo de mi abuelo y vecino de un pueblo cercano. Marrullas salvó así su vida y luego se casó y tuvo hijos, entre ellos a mi madre y ella me tuvo a mí. Los hechos pasados determinan los avatares presentes y las cadenas de casualidades construyen eslabones inescrutables.
Tiempo después, Marrullas se hizo sacristán de la iglesia y entre sus misiones rezaban tocar las campanas para maitines, bodas, acontecimientos sociales, santos y entierros. El sonido, el timbre y el tono de sus vibraciones eran diferentes según el episodio que se quería comunicar al pueblo. Mis tíos, que ayudaban a mi abuelo en la labor de tañir las campanas, sabían que cada toque tenía su cadencia y su sonoridad característica. De hecho, según falleciera un hombre o una mujer, los lugareños comentaban: “Ya ha caído un palomo” o “ya se ha ido una paloma” y la noticia del óbito recorría los cuatro puntos cardinales del pueblo legendario y la marcha del pariente o la parienta era la comidilla del lugar durante una buena temporada. Así eran las cosas en los tiempos en que todos se conocían más por su mote que por su nombre de pila. Las alegrías y desgracias corrían de boca en boca para alimentar las noches al calor de las mesas camilla.
Una virtud que nunca olvidaré de mi abuelo es su buen humor y sus ganas de vivir a pesar de las adversidades y las contrariedades de la vida. Incluso sin poder ver y no tener piernas, la vida seguía siendo un regalo que abría sus ventanas cada mañana. Un espacio de acogida y encuentro. Disfrutar de las comidas con poca sal, de los tazones de leche con trozos de pan, del pequeño aperitivo de los domingos, de las partidas al tute, del juego de la lotería que le apasionaba. Pegarse la radio a la oreja para escuchar con suma atención la emisión del sorteo los sábados por la mañana era todo un espectáculo. Luego se aprendía de memoria todos los números premiados y quedaban impresos en su cerebro durante semanas. O ver las corridas de toros en la televisión que le dejaban embobado ante la caja tonta. Él y mi tío José son grandes aficionados y siguieron y siguen con diligencia las tardes de gloria y fracasos de sus maestros predilectos. O las discursiones interminables entre su hija, mi madre, y él, diciéndose de todo menos bonico. “Cállese, tío putero”, “Mecago en la leche puta, como me levante”. “Déjase de dar por culo y póngase a comer”. Palabras y situaciones que forman ya parte inseparable del almanaque de la memoria O cuando, gracias a su mediación, mi madre compró el año 82 la primera televisión en color Philips de 26 pulgadas. “Cómprale la tele a los chicos y no estrujes tanto el limón”, “Pues anda quien fue a hablar”.
Soplaban buenos tiempos por la casa cuando el aire olía a felicidad aunque en aquellos instantes no reconocieses el aroma de la dicha. Rara vez, el hombre asiste maravillado al desfile de su propia felicidad. El tiempo, que tamiza y delinea de modo arbitrario los momentos, se encarga meses o años después de dibujar el rostro de la alegría.
Mi abuelo Francisco sintió una extraña premonición el día antes de morir. Estaba en casa de mi tío Paco y esa jornada recibió muchas visitas, cosa inhabitual en aquellas fechas. Entre ellas, la del vendedor de cajas de muertos, Ambrosio. Y dijo: “Ha venido a verme Ambrosio y hace mucho que no acudía” Y al día siguiente marchó de viaje tranquilo y en paz consigo mismo, con una sonrisa que dibujaba su cara y enmarcaba el hábito franciscano con el que lo vistieron. Y tocaron las campanas que él había tocado y entonaron los salmos y las plegarias, como él las había cantado. Y le llevaron al cementerio con su mujer, mi abuela, para dormir el sueño eterno después de vivir una vida larga y fructífera que no debe sumergirse en el olvido y hoy rescato con el ejercicio de la literatura. Un paseo orgulloso por su imagen y memoria mientras visualizo infinitos cielos manchegos que le visten el techo donde las golondrinas trazan círculos alrededor de su tumba y alguien que le escribe nunca podrá olvidarte.
-Gracias, Francisco.
-¿Quién eres?
-Tu abuelo Francisco.
-¿Desde dónde me hablas?
-Quizás desde un rincón de tu conciencia. Allí donde viven y se acunan tus recuerdos.
-¿Estás bien?
-Sí, mi hija y yo estamos bien. No te preocupes. Nosotros también nos acordamos de vosotros y velamos porque seáis felices.
-¿Cuándo podré veros?
-Algún día de éstos. No tengas prisa como nosotros no la tenemos.