La teoría conspiranoica definitiva asegura que Donald Trump ha llegado a la Casa Blanca gracias a una serie de maniobras de espionaje teledirigidas desde Rusia. De otra manera no se explica que un candidato sin el menor apoyo mediático, un botarate odiado y menospreciado por la CNN, la Fox y The New York Times, entre otros muchos, haya alcanzado contra todo pronóstico la cúspide de la Casa Blanca. Algunos expertos dicen que la inesperada victoria de Trump se debe a su dominio mefistotélico de las redes sociales mientras que otros expertos se decantan por el apoyo mayoritario del voto redneck, esa desprestigiada casta de basura blanca, pobre y analfabeta, que ha sido ignorada tradicionalmente tanto por republicanos como por demócratas.
Sin embargo, sospecho que ambas hipótesis se excluyen mutuamente. Me cuesta imaginar a uno de esos tontos hemofílicos de los que habla Jim Goad, descalzo, los pies cuajados de roña, vestido con un peto deshilachado, sosteniendo una escopeta sobre las rodillas, mascando una brizna de hierba, sentado en una mecedora bajo un porche a punto de derrumbarse al tiempo que tuitea el último mensaje de Trump a otro tonto hemofílico situado a tres porches de distancia. Creo que la teoría de la conspiración rusa, por absurda e idiota que parezca, se adapta mejor al descojone esencial que sacudió los comicios presidenciales en Estados Unidos. Siempre es mejor tener a mano una explicación absurda e idiota que no tener ninguna explicación.
El periodista de investigación británico Luke Harding, antiguo corresponsal de The Guardian en Moscú, defiende a muerte la teoría conspiranoica en un libro de próxima publicación en España en el que afirma que lo que sucedió entre bambalinas en las elecciones norteamericanas fue una copia de la clásica operación de manual del KGB. No sólo eso, sino que, para él, se trata de “la mejor operación de espionaje ruso de la historia”. Lo cual, teniendo en cuenta el formidable trabajo de Richard Sorge en Japón durante la Segunda Guerra Mundial, pondría el listo bien alto. Entre las supuestas pruebas que maneja Harding están los miles y miles de correos privados de Hillary Clinton filtrados durante la campaña y una grabación en el hotel Ritz Carlton de Moscú que involucra a Trump en un espectáculo de lluvia dorada con unas cuantas prostitutas rusas. Un argumento irresistible para el lecho electoral de Donald Trump, es decir, nuestro amigo redneck sentado en la mecedora mascando una brizna de hierba y acunando una escopeta.
Tenga base real o no, la teoría conspiranoica participa de ese humor típicamente ruso que suele involucrar a osos, mujeres, militares, borrachos, espías, militares borrachos, mujeres disfrazadas de osos y osos disfrazados de Putin. La semana pasada, la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, fue víctima de una broma por parte de unos humoristas de la agencia Sputnik en la que intentaban convencerla de que Carles Puigdemont era en realidad un espía ruso. El momento más hilarante ocurre nada más empezar, cuando Cospedal alude a una posible infiltración del espionaje ruso en el independentismo catalán y dice: “Nosotros sabemos que viene del territorio ruso, obviamente no podemos identificar nada más, pero sabemos que viene de ellos, y han estado en colaboración con Venezuela, eso sí lo sabemos”. Cipollino, el nombre clave de Puigdemont en la operación, se refiere a Cebollín, un personaje de Gianni Rodari muy célebre en la URSS que lucha contra la opresión y la injusticia. Otro president made in Moscú en diferido y en forma de simulación.