(La eterna huella de tus ojos)
Y, nada, sumando lluvias cumplió treinta y seis años. Fernando Aramburu: Patria
In memoriam nostram
Como nubes inquietas los delirios transparentes
llueven en tus manos, ingenuos lirios,
su libre delirio y de lirios diarios: de Calle de La huerta del desengaño
***
Hemos recogido las velas de los cumpleaños
y las dejamos encerradas en su caja de lata,
arriadas, latiendo para que se duerman, despacio,
sin espacio, en el armario de los olvidos,
allí donde suene su silencio mustio y ahogado:
como nubes inquietas llueven
estos delirios transparentes
a través de los que ya no te mojas.
Porque nada se queda inmune ante el Tiempo:
ni la cera que bañó el madeira de la tarta
al atardecer de estos abrazos arrugados
que tramitan sus últimas voluntades
en papiros en blanco y negro,
rubricados por este velo de luto;
ni los treinta y seis años que solo están
en los escaparates de las rebajas de enero
al precio inexistente de la memoria,
entre fotos con las que ya no nos reconocemos.
Habíamos desplegado las velas de los cumpleaños,
lirios embelesados en tartas de papel y rosas,
en números consecutivos, desplegados, firmes,
como besos que amanecían antes que el café
y se desayunaban temprano omitiendo cifras
impensables hacia delante, paradas, quietas,
rectas como la espalda lisa de las caricias,
como la dejadez insomne de una noche sin almohadas,
como la eterna huella de tus ojos.
Y ahora, amainados los afanes, las fechas y los insomnios,
desvelos despojados de su primer alegría,
cuando las tartas llegan tarde y nocturnas
tras el vino de madera, híbrido, fortificada,
cuando la cera crepita hasta el dolor en esta piel insana,
deslustrada, que respira el miedo de cada amanecer,
en el sístole de las persianas;
ahora que ni tenemos treinta y seis años
para mirarnos a la cara aún y todavía;
ahora que el Tiempo se somete a sí mismo
a su cirugía antiestética,
en cada vela ardiendo como un bisturí
por lo oscuro de tus ojos, de nuestra mirada perdida
y sin horizontes, ahora, te digo, siento
el número en los húmeros y nos duelen las madrugadas
hasta el profundo pudor de las encías.
Y hemos bajado a la cama para contar
los pliegues de las sábanas de mi frente,
la paz enjuta de mis miembros,
las venas que asoman recorridos arrugados
hasta sumar lluvias en las manos,
las manos que no nos buscan, sucia piel en sus cobertizos,
entre el trastero de los olvidos de los labios
que vomitan polvo hasta dolernos.
Mientras, la tarta de Madeira, impoluto deleite,
nos mira con nuestro silencio sin azares,
acechando velas sustituidas por números rancios,
números que dan la vuelta a cifras que escapan,
que resucitan el paladar aquel de la niñez,
la prolongada vida adolescente, tanta como
la juventud eterna y mentirosa,
y la dádiva que da la vida agujereada,
segura de cobrarse su mano última.
Y habrá tantas tartas de Madeira como recuerdos coleccionemos,
en el desván desvencijado, en el trastero de las voces,
dentro de aquella caja de lata donde anidan los olvidos,
en el paladar diminuto donde laten unas caricias,
en un viernes con olor a colonia cuando me despertabas
repiqueteando tus dedos, que modelaban tartas
hasta que tus manos dejaron de hacer bizcochos
y besos apretados.
La tarta de Madeira que nos besaba.
Ahora, por mucho que mueva los números,
siempre me dan el reflejo íntimo de igual cantidad,
igual que cuando no me miro al espejo
porque sé quiénes me saludan desde allí:
un simple homenaje a la erosión,
todos los pocos créditos que nos concedimos,
el llorar que aún no era un grave problema
y el territorio de la carne que estaba sin conquistar.
Ya hemos recogido todas nuestras velas:
Y, nada, sumando lluvias cumplió treinta y seis años
de haberte muerto.
… Así hasta descubrir la huella de tus ojos,
en donde pienso escarbar hasta los abrazos.