HISTORIA DEL DEICIDIO DE UN DEUS EX MACHINA
“No ha de negarnos el lector la afluencia de situaciones dramáticas en este relato, y la oportunidad con que una circunstancia tirante se rompe, al presentarse de sopetón, por intermedio de un Deus ex machina (ya que de máquinas hablamos), el indispensable elemento novedoso. […] Requiérese la morosidad de un texto escrito, para comprobarlo.”
Manuel Mujica Láinez, De milagros y de melancolías (p. 106)
“Figuración que no fue gratuita, puesto que no sólo me serví de ella como deus ex machina para precipitar los acontecimientos narrados en ese momento, sino que la introduje con el fin de que actuara más tarde como una especie de vehículo para lo que ahora me propongo narrar.”
José Donoso, Casa de campo (p. 315)
Barroco hispanoamericano, ¿otra vez? “Manuscrito encontrado”, ¡por enésima vez! Y 500 páginas, como “cuando entonces” —¡Ojo!, mucho Manucho,“ma non troppo”—. Y quien atraviese esa portada abandone toda esperanza, dirá alien parafraseando al Dante.
Cierto es que De milagros y melancolías (1968) es una esquirla del boom hispano que no llegó hasta la “hospitalaria España” —donde ha permanecido inédita hasta la edición de Dracena “(que acaso nos suministre el prodigio de un editor)” (p. 486)—, como lo es también que Manucho Mujica Láinez echa mano del truco del “manuscrito encontrado”, pero no lo es menos que en casi 500 páginas hace la parodia de casi 500 años de soledad de la historia de un virreinato imaginario, desde la perspectiva del narrador-editor que, en su “destierro” de Buenos Aires —“Reducidos a esperar milagros, las melancolías nos envuelven” (p. 486), y donde “cada seis meses, alternan los rumores de revolución nazi-comunista y de elecciones generales” (p. 484)—, y como si remedara el dictado de ese Líder populista al que ha eludido —“Bien, a la historia, como a lo demás en la vida, hay que gobernarla. Me imagino que usted sabrá ponerla de acuerdo con los fines de nuestra revolución”(p. 467)—, va organizando metaliterariamente (1) desde el principio la novela en función de su arte de narrar: “El lector puede inferir desde ya, por obvio (había poca opción), el amor que creció entre los jóvenes. No lo defraudaremos. Se amaban. Lo que no puede ni siquiera sospechar con las consecuencias de ese sentimiento, derivado de otros vínculos, y que revelaremos más adelante, pues si descubriéramos de inmediato los múltiples enigmas de su completa trama, este libro no tendría razón de ser” (p. 19).
Y no es, por ello, menos verdad que De milagros y de melancolías (1968) es, desde su origen, la parodia avellanesca —del tal Fernández de Avellaneda, que no del municipio bonaerense del mismo nombre—, desde su fantasía crítica, de esa cervantina magia del boom hispanoamericano —hipérbola de la benengeliana hipérbole que es la “obra total” de Cien años de soledad, publicada en Editorial Sudamericana (Buenos Aires) un año antes—, y que en esta historia del deicidio de un deus ex machina se anticipa a la gran elucidación crítica de Vargas Llosa: García Márquez: historia de un deicidio (1971).
¿HEXAMERÓN O HEXAEDRO?
“Al interponerme de vez en cuando en el relato sólo deseo recordarle al lector su distancia con el material de esta novela, que quiero conservar como objeto mío, mostrado, exhibido, nunca entregado para que el lector confunda su propia experiencia con él.”
José Donoso, Casa de campo (p. 38)
“Para cambiarlo como deseo, me veo en la necesidad de introducir algo en este lugar, un acontecimiento que puede parecer un deus ex machina, aunque en el fondo no lo sea —por otra parte no tengo problemas para echar mano de este artificio, que me parece de la misma solvencia que cualquier artificio literario que puede no parecer artificio—, que cambie el rumbo del periplo de nuestros amigos. Y si es así, mejor será revestirlo del mágico esplendor que un tropo de esta categoría requiere.”
José Donoso, Casa de campo (p. 271)
El narrador-editor transcribe un hexamerón austral, esos seis libros de la historia del apócrifo Virreinato de Santa Fe la Nueva, con capital en San Francisco de Apricotina “del Milagro —y de la melancolía”, por abundar en el mote de su cronista Cintillo—, fundada por don Nufrio de Bracamonte a medio camino entre el Cuzco y el Río de la Plata, Mesopotamia “entre ríos” —“el grande, llamado el Bigui, y el pequeño, llamado el Petí” (p. 114)—, sin privarse de juicios de valor, como acabamos de ver, sobre sus fuentes documentales —“(recuérdese que lo que contamos transcurre en el siglo XIX)” [p. 369]—, y con la complicidad de lector —“Acaso recuerde el lector (si algo conserva en la memoria, de este cronicón intrincado)” (p. 345)—, a partir de la primera crónica del conquistador toledano don Nufrio de Bracamonte, la del teniente Diego Cintillo —que «provocó la famosa frase admonitoria de don Nufrio: “Ajustaos, Cintillo”» (p. 46).
Sobre el lugar común del manuscrito encontrado, el narrador-editor “recorta y pega”, en una apócrifa bibliografía que, tocando todos los palos — desde la historiografía o el ensayo, a la poesía o el teatro— , compone una obra total que abarca desde las apócrifas historias de la Colonia (de los Sobrio Quiñones y Minimun von Haeiligenacht [p. 146], respectivamente), en el Libro II; y documentos perdidos, textos del Instituto Apricotino de Historia y leyendas, más al Oda al Libertador, el general, Xavier Moncil (Libro III); la “revisionista” Historia del Caudillo Gaspar Bravaverga (Libro IV) y la tragedia La Pobre Paba —“milagros y melancolías: una obra digna del carácter de nuestra ciudad” (p. 316)—; las crónicas del Civilizador Cagliostro Bravaverga (Libro V), enano liberal clientelar y arbitrario arbitrista de escasa envergadura —“Evidentemente, no estaba en sus manos la posibilidad de llevar el océano a la montaña, pero llevaba los astilleros” (p. 363)—; hasta dar en Benicio Bracamón (Libro VI), Líder populista de los “morochos” —¿grasitas o cabecitas negras?—, ya con información incorporada, de primera mano, por el narrador-editor —“Nosotros tuvimos el honor de conocerlo personalmente en ese lugar” (p. 464); “Historiadores por donde se nos busque, aprovechamos nuestra suerte para anotar […]” (p. 466), “aun a riesgo de incomodar a los lectores al introducirnos en el texto de De Milagros y de Melancolías, porque hasta ahora la elaboración de este volumen se efectuó sobre la base de tradiciones y documentos, y pensamos que nuestra experiencia privada lo robustece con el aporte de la directa impresión” (p. 468)—.
AMERICANISMO BARROCOLONIAL
“No importa a qué altura se trae algo a la mesa servida de nuestro conocimiento, ni qué se trae. Postre, Cuadril, Cachón, Bergamota… Como antes Citrón, Apricotina, Membrillete, Poma y Sidra… Lo interesante, lo nutritivo para nuestra hambre de sabiduría, es masticar y digerir sus esencias. Lo demás pertenece al Destino, maestro en casualidades combinadas, y las cocciones del Destino, como hemos aprendido todos en la carrera del mundo, suelen ser duras. Con Postre o sin Postre, nos hubiéramos levantado de la mesa donde se entrechocan las fuentes científicas; donde los historiadores meten adversas cucharas; donde la Verdad elude, burlona, al cuchillo disector, y donde se derraman la sal y la pimienta de las contrarias opiniones, llevando en la boca el mismo sabor amargo que destila el zodíaco mordaz.”
Manuel Mujica Láinez, De milagros y de melancolías (p. 169)
En principio, y en cuanto a las formas, nada más adecuado que el estilo barroco a una materia barroca como es la de la prodigiosa colonización de América. Pero no a fuerza de historicismo, lo que haría de la novela un mero pastiche —bien porque se trasladara al pasado, escenificándolo en clave barroca, un conflicto narrativo del aquí y del ahora del autor; bien porque, en el mejor de los casos, se tratara de reinterpretar dicha realidad histórica so capa barroca—, sino la parodia de sí misma que provoca, según Bajtin, el extrañamiento formal, a partir, sin ir más lejos, del anacronismo del futuro anticipado (2):
“Entonces fue como si toda la zona iluminada estuviera saturada por una de esas fuerzas de atracción y repulsión que descubriría la ciencia del futuro […] —protestó, medieval y teológico, fray Seráfico, descartando a la electricidad pronosticada por Cintillo [s. XVI] y cuya definición coincidía exactamente con la que trae el Diccionario de la Real Academia Española [s. XVIII en adelante]” (pp. 49-50); y/o de un pasado retroactivo —“Alcanzaron a ver a su madre en el instante en que trinchaba a un senador de la antigua Roma y, no deteniéndose a cavilar en el anacronismo –porque su educación cívica destruía distancias de tiempo y de lugar, y hacía de la antigua Roma algo cotidiano-” (p. 260)—. Y toda esa machina del tiempo sin renunciar a la ácida ironía de circunstancias respecto del mundo contemporáneo del lector, envuelta en ese mismo estilo trenzado de perífrasis (o)cultistas y pedantería del autor: “[…] los indios jipis, quienes se señalaban por la singularidad despreocupada de sus costumbres y por el largo de sus cabelleras. Se reunían en cualquier parte a fumar hierbas que les procuraban sueños hermosos, a inventar objetos agradables sin sentido, y a conversar/ sin ton ni son” (pp. 155-156).
Juego metaliterario al cuadrado en cuanto aplica el anacronismo a la historia literaria, desde el absurdo al astracán, manifestaciones diversas de la categoría estética grotesca:
Pero no desde la suspensión de la incredulidad del lector —para el caso, el narrador—, propia de lo mágico, sino del distanciamiento escéptico característico de lo fantástico. Y así, de “Eligió allá por abogado, […] a un extraño personaje centroeuropeo, radicado en Madrid desde la adolescencia, el barón Kafka” (p. 132); “Y esa fue la venganza de don Mendo” (139); “Su esposa, lady Chatterley, de noble estirpe inglesa, se especializó en el trato estrecho de la marinería de costas” (p. 152); y “como si Bravaverga fuese hipsipila que dejó la crisálida (Misiamís está triste, Misiamís está pálida)” de Rubén Darío (p. 397); “¡Podemos escribir los versos más tristes esta noche!” (p. 479) o «la “Esquina Rosada”» de Borges (p. 395); hasta la autoironía de “Don Laín Laínez y Veintelibros. Poeta. Académico. Emparentado con la antigua familia de los Orsini” (vid. Bomarzo).
AL FIN Y AL GABO, GUATROCIENTOS AÑOS DE SOLEDAD
o
INCÓGNITA TERRA NOSTRA
Y es que De milagros y de melancolías baraja en un mismo mazo todas las formas de lo EXTRAORDINARIO—“[…] no se nos refutará lo extraordinario de la combinación” (p. 200)—, desde el llamado realismo MÁGICO —“Don Xavier, don Nufrio y también el Peregrino, han sido un solo individuo en tres personas distintas, problema (el de esta trinidad sobrehumana)” que emparienta esta estirpe del verdoso ojo único condenada a 400 años de soledad con las reencarnaciones de “ un ojo raro, rarísimo” (p. 236), y con el amor -por “la influencia del trópico” (p. 249)- y otras melancolías—, anticipándose, de ese modo, al “descubrimiento” de Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes —como con los 400 años de “la duquesa Viudísima de Arpona”, “Conquistadora del Tiempo, Olvidada/ de La Muerte, Hermana de la Historia, Encarnación de las Centurias: he ahí sus títulos incomparables” (pp. 379-380)—, o lo RELIGIOSO como un humus cultural que se revela por doquier, a lo FANTÁSTICO, en línea con Borges, Bioy o Cortázar — “Habrá notado el lector que no hemos consignado ninguna fecha, ni en este capítulo ni el que tuvo por tema a los milagros y melancolías de la fundación; tampoco los hallará en los que sigan. […] ya que cada vez se aferra más en la modernas mentes, la noción de que el Tiempo no existe” (p. 168)—, pasando por la MITOLOGÍA —“Un cíclope y una sirena los hacen participar, en el barullo del Tiempo, de la gesta homérica, y ambos reunidos plasman un Ulises vagabundo, que con un ojo desamparado contemplaba al cielo del Nuevo Continente” (p. 192)—, lo MARAVILLOSO —“[…] románticamente, preferimos el prodigio” (p. 140)—, o LEGENDARIO —“También la Leyenda, hada de la Historia, nos ha secundado en la tentativa de reconstruir la fuente de acontecimientos que tanto importan a la gesta de la ciudad de don Nufrio de Bracamonte. La leyenda suele ser la imagen poética de la/ Verdad: embellece y depura” (pp. 173-174)—, hasta la CIENCIA-FICCIÓN —Hasta preferimos la científica interpretación que, sin excluir el milagro, incorpora el cronista, y que incluye alusiones a la levitación, atisbos de una aeronáutica sin motor que todavía no conocemos” (p. 140)—; lo ONÍRICO —“[…] y que el general era también un sueño, soñado por un soñador de las Indias soñantes” (p. 177)—, lo POÉTICO-creacionista —“Acaso el aporte poético de Panida Sistro, urdidor de imágenes, se relacionara también con esa singularidad” (p. 339)—, PARANORMAL —“Es ilusorio pretender precisar si lo que pasó tuvo causas normales o paranormales” (p. 435)— o PARAPSICOLÓGICO —«[…] uno de los platos aéreos que por entonces surcaban los valles y que la gente llamaba “soperas del cielo”» (p. 395)— o netamente PSIQUIÁTRICO —“Pensó; hizo funcionar su imaginativa linterna mágica” (p. 360)”; “[…] a las alucinaciones y, más aún, a las alucinaciones colectivas” (p. 343)—, para dar finalmente, en el “Epílogo espiritista”, en la literatura de ANTICIPACIÓN —“En el futuro ¡ay! Nuestra San Francisco de Apricotina del Milagro será destruida” (p. 490)—, que entra en el bucle en espiral del realismo maravilloso de unas prácticas comunes al espiritismo y otras “afrosudamericanas” (p. 487) —“las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispano incaica y la hispano negroide” (Lezama, en Gustavo Guerrero, “Barrocos, neobarrocos y neobarrosos”, RCLL, nº 76, Lima-Boston, 2012, p. 25): “¿Lo venidero morderá la cola del Pasado?” y «¡Adiós, Historia! ¿Será esa la suerte amarga de nuestro propio desvelo, de nuestros “Milagros”, de nuestras “Melancolías”?» (p. 491)—. Y así, se vuelve a renovar la fundación de la ciudad de San Francisco girando ad infinitum en torno al requetetornado ojo —cíclope— del huracán que se enhebra en el ojo de una aguja, bajo el guiño del monóculo del mito, de Milagro.
BARRO(GROTES)CO
Sin embargo, ese repunte del barroco grotesco hispano que, en la 2ª mitad del s. XX, da una “vuelta de tuerca” a los precursores de la “novela de dictador”: del esperpento de Valle (Tirano Banderas) —“Encabezaba la corte de los del Milagro (la broma: corte de los Milagros, es demasiado fácil) el gobernador Tejerina” (p. 231)— a la fundacional del canon de Miguel Ángel Asturias (El Señor Presidente), ¿qué sentido tiene a finales del siglo pasado (1968) o comienzos de éste (en 2015, fecha de reedición en España), con su toda meta-literaria ironía, si no es mero pecio de la postmodernidad? Pues bien, ya sea por lo barroco, como contrapunto del clasicismo en el vaivén de un movimiento pendular del estilo (y como digo Eugenio d’Ors, digo Alejo Carpentier); ya sea por lo grotesco como categoría estética transhistórica, el volcán barro(grotes)co sigue activo.
Así, la onomástica grotesca, un centón de nombres parlantes propios de la alegoría del barroco histórico —el del s. XVII—, por no remontarnos a la Edad Media o a la sátira menipea, de una bajtiniana parodia épica carnavalesca —o sea, rabelaisiana, cervantina, esternellante o diderotiana, gombrowiczesca, por no remontarnos al hito por excelencia del Carnaval de Juan Ruiz , arcipreste de Hita—: “Carnaval Milagrero” (p. 240), “que relee las formas de representación tradicionales en clave de desvío, carnavalización, parodia, intertextualidad y polifonía, siguiendo a Kristeva y a Bakhtin” (Guerrero: 27). Verbigracia: “El marqués de Citrón había sido sustituido por el marqués de Membrillete […] Citrón era ácido, amargo, pero estaba pronto a rociar y sazonar con su burocrático aderezo cualquier combinación que se evidenciaría en ventajas para su propia salsa; mientras que membrillete, de apariencia dulzona, […]” (pp. 35-36); “el amarillo Citrón y el aterciopelado Apricotina, descartando el áspero y granujiento Membrillete, por hostil” (p. 115); “El nuevo virrey, que no era el seco Marqués de las Pasas, sino el jugoso, el excelentísimo don Juan Pomelo y Piña, duque de fruterías […]” (p. 119).
O la inversión grotesca de las especies —“Y ahora la Mula se había ido, y aunque su autoridad seguía en pie, encarnada en Bracamonte, esa autoridad actuaba por delegación y no por directo dominio” (p. 103)— o la confusión heterogénea de los reinos naturales —“el Virgen parecía un árbol ambulante, en cuya corteza resplandecían los rubíes y el oro, o más bien un monstruo animal y vegetal” (p. 207)—.
Y, en definitiva, la ironía grotesca —«La batalla de “La Paz de los Burros” […] En La Paz, la guerra extremó su barbarie; en Los Burros, la inteligencia refulgió con brillo que deslumbraba” (p. 200)»; “Perásper dejó una mano en la lucha y Adastra un pie” (p. 245) — como recurso de distanciamiento de un relato autorreferente que proclama —como lo hará José Donoso en su Casa de campo (1978), diez años después— su artificio, en este caso con el sonajero hipertrofiado de su prosa, en el espejeante juego de apariencias del manierismo barrococó de Barro(&)Co. —“en la cual se reconoce la ductilidad del estro maestro de Sistro, ministro del astro alabastro (también a nosotros se nos sobrellevará, contagiados, cierto chic de epigramas; la tentación era fuerte)” (p. 201); “¡Oh, América; oh, querida, amorosa América del Sur, […] nuda neruda musical” (p. 222), et alia—.
¿BARROCOQUÉ? ¡BARROCOCÓ! BARRO & CO.
“[…] insistir que lo acompañe no es más que obedecer a un tropismo de sociabilidad que en absoluto indica ni afecto ni interés, sólo una especie de horror vacui, que es necesario llenar aunque sea con compañía indiferente y con palabras descoloridas.”
José Donoso, Casa de campo (p. 275)
«Más allá de mi caso, la lista de preposiciones podría ser un modo novedoso de clasificar libros: libros “a” o “para”, los de homenaje o mensaje; libros “ante”, los precursores. Libros “con”, los barrocos, como los de Lezama Lima. […] No creo que el método ayude a nadie a volverse un Barthes, pero puede ser un buen entretenimiento para una tarde de lluvia.»
Juan Tallón, El váter de Onetti (p. 95)
“[…] y el helicóptero convierte sus hélices en espiral, la espiral se convierte en nueva hélice (aunque ya otra hélice) y el aparato alcanza el cielo, culea, se equilibra y se aleja hasta formar un punto. No entiendo nada.”
“Trueta trazará espirales para enredarme con ellas en un laberinto que luego desandaré en solitario para toparme con fieras y abismos.”
Francisco Casavella, El día del Watusi, (pp. 31y 34)
Parafraseando al estupendo Max Estrella de Luces de bohemia podríamos afirmar que la obra de Mujica Láinez es La gloria de don Ramiro pasado por el neobarroco; o, dicho con titular sensacionalista, la nostalgia imperial criolla del hidalgo rioplatense Enrique Larreta revisitada desde la extremosidad postestructuralista del cubano Severo Sarduy.
Fiel a la ranciedumbre narrativa de Larreta, Mujica se inscribe en el primer bucle de esa helicoidal del Barroco hispanoamericano, la de Lezama Lima y Alejo Carpentier, a la que se añade, en este caso, la torsión reactualizadora de la distancia humorística: “De ahí la importancia de la parodia, el pastiche y la carnavalización en la caracterización del nuevo barroco de América” (Guerrero, op. cit.: 28): desde la “extremosidad” de la Contrarreforma del Barroco del siglo XVII —del horror vacui al vacuum místico y/o nihilista— a un “arte de la Contraconquista” (feliz neologismo de Lezama), excéntrico y escéptico, desengañado del espejismo de las apariencias y de la Verdad ilusoria, si bien en el Humanismo. Y sólo a un paso de la voluta del neobarroco, re/conceptista, cainita y anticastrense de G. Caín Cabrera Infante o de la deconstrucción anti-humanística del tropo tropical barrococó de Severo Sarduy —“la crítica derridiana del logocentrismo” y el análisis de discursos del Poder de Foucault (Guerrero: 27): “a fuerza de multiplicar hasta la pérdida del hilo el artificio sin límites, la frase neobarroca –la frase de Lezama Lima- muestra en su incorrección […], nuestra pérdida de un ailleurs único, armónico, concordante con nuestra imagen, teológico en suma” (Sarduy, en Guerrero: 28)—, y sin llegar a ¿coquetear? siquiera con el amanerado manierismo abarrocado y rioplatense del neobarroso —“diferencia de los diferentes, asociándola esta vez a la cultura gay y a la irreverencia extrema del camp y del kitsch” (Guerrero: 31)—, homo/diegético y homo/ sexual de Perlongher o los hermanos Lamborghini. (¡Ay, pero cuánto gay barroco hay!)
Alguien que, como Mujica Láinez en De milagros y de melancolías, subvierte, lúdico, las relaciones entre el significado y el significante, necrosamiento de la lengua creativa que se ve fosilizada en las palabras de la tribu —“El neobarroco implica la destitución de la relación directa entre referente y lengua que nombra, la opulencia que surge entre significado y arco abierto con el significante, búsqueda de lo lleno, horror al significado único” (Mirian Pino, “El neobarroco en el Río de la Plata”, RCLL: 252)—, a la vez que traza, lúcido, una nueva red de conexiones re/creativas entre tales significantes, resulta imprescindible, pues, en un momento en que el lenguaje políticamente correcto diseca la libertad expresiva del hablante creador censurando sus eventuales “mundos posibles”.
Y, 50 años después de su aparición, De milagros y melancolías no es ya arqueología literaria, sino un divertimento narrativo que regresa del pasado como un espíritu burlón
a un siglo XXI, en plena era digital, de infantilizado anglo-aburrimiento narrativo, en el que no parece haber resistencia contra la domesticación de la imaginación por el Poder, más allá de la autoficción, la ficción “real” o la no ficción, si no es la estrategia de una literatura de la ficción no realista que transgrede los géneros, con un par de bolaños, en pos de los recovecos lúdicos y/o lúcidos del hombre contemporáneo y postindustrial — César Aira, sin ir más lejos, y las aireadas generaciones Airadas y desAiradas—, gracias al “afán tan dionisíaco como dialéctico de incorporar el mundo, de hacer suyo el mundo exterior, a través del horno transmutativo de la asimilación”, como dijera Lezama Lima.
DE MILAGRO o (SANTA) FE DE ERRATAS
“Y el Tuerto fundó la ciudad”. […] y con esa imagen ponemos punto a nuestro libro” (p. 493) —el autor, apartándose el monóculo—, antes de implorar ayuda “para que nos bendigan con el hallazgo de un editor” —nunca es tarde, si la dicha llega,
De Milagro—
y “para que nos protejan de erratas y errores” —nunca la dicha es plena,
De Melancolía.
(1) “El recuerdo del tránsito del último de los héroes principales que secundaron al conquistador cíclope cierra el tramo inicial de la obra que titularemos De milagros y de melancolías, reeditando conceptos del capitán” [De milagros, p. 142].
(2) “[…] la imagen de doña/ María y de don Nufrio, recogida en el fondo de una cámara oscura (que, como tantas ocurrencias suyas lo impresionó fugazmente y esfumó a la fotografía en la neblina del olvido)” [pp. 61-62]; “[…] iluminándola con el fulgor de su ojo, como con el vaticinio de una bombilla eléctrica” [De milagros, p. 100].