I
Será un éxito de taquilla y probablemente recibirá algún premio. La última película de Clint Eastwood, Sully, recrea la historia de Chesley Sullenberger III, aquel piloto que en 2009, tras perder sus dos motores por colisión con una bandada de gansos, amerizó su Airbus 320 en el río Hudson sin malograr una sola vida. El filme sitúa su argumento en la investigación posterior al incidente, que pretendía esclarecer si el comandante había acertado en su arriesgada decisión o, por el contrario, había elegido mal y habría podido aterrizar en LaGuardia con seguridad para el pasaje y sin arruinar la aeronave. Los comentarios en general han sido positivos, aunque algún crítico destacado ha escrito que “Eastwood es incapaz de contagiarme ni un gramo de pasión, tensión o entretenimiento con la reconstrucción de la hazaña” y califica la película de “tediosa”.
La opinión tiene su aquel: en efecto, lo que más destaca de esta gran película es que, tratando de lo que pudo ser una catástrofe aérea, en ningún momento ofrece escenas de pánico, histeria o acción trepidante. Hasta los momentos más dramáticos se resuelven con una frialdad rayana en el rigor mortis. Pero es que esta película no es una película de acción, y esto hay que tenerlo bien claro. Hay acción, hay amor, hay compañerismo y hay complicaciones domésticas y profesionales. Pero esta película ni es de acción, ni es de amor, ni es un docudrama. Se trata de una película ética. El señor Eastwood, que nunca se ha distinguido por tener veleidades posmodernas, defiende una tesis moral.
A partir del momento del accidente, cuando se pone en marcha el dispositivo de salvamento, se suceden acciones de rescate por parte de los cuerpos especializados, pero también de las tripulaciones de transbordadores cercanos que activan sus protocolos de emergencia como un solo hombre. Los controladores aéreos, sometidos a la presión imaginable, trabajan con una frialdad profesional encomiable. Sully mantiene la sangre fría incluso hasta cuando, momentos antes de que el operativo de rescate le confirme que se han salvado las 155 almas que viajaban a bordo del vuelo 1549 de US Airways, las pulsaciones de su corazón duplican la tasa habitual. Cada neoyorquino está donde debía estar en cada momento y nadie grita, nadie alza los brazos ni pierde los nervios, nadie se santigua ni se encomienda a Dios. Todos se aplican para conseguir un objetivo de forma profesional y sin gastos innecesarios de energía. El resultado es que, desde el momento del amerizaje en las gélidas aguas del Hudson hasta que todas y cada una de esas 155 personas es certificada sana y salva, transcurren tan solo 24 minutos.
Poco antes del dictamen de la comisión investigadora, Sully y su segundo se confían recíprocamente una convicción compartida: “Hicimos nuestro trabajo”. Cuando la comisión termina sus sesiones, Sully discrepa del portavoz; no es un héroe, dice: “lo hicimos entre todos”, e incluye al personal del vuelo, a los servicios de salvamento, a los controladores, a las tripulaciones de los ferris que auxiliaron a los pasajeros en el río… El espectador es machaconamente instruido desde la pantalla con el siguiente mensaje: las cosas salen bien cuando cada individuo cumple con su deber, está en el lugar en el que debe estar, está preparado, tiene la experiencia y los conocimientos necesarios, sabe lo que tiene que hacer y lo hace.
Sully es, así pues, un alegato sobre la responsabilidad individual. El señor Eastwood opina que no debemos esperar que nadie (ni siquiera el estado) venga a sacarnos las castañas del fuego. El estado se organiza para el bien común, las empresas persiguen sus objetivos… pero es el individuo el que, en uso de su libertad, tiene una responsabilidad que afecta a sí y a los que lo rodean. Y cumplir con su responsabilidad es lo único que lo pone a resguardo de la ineficacia, del desorden y, en última instancia, de la catástrofe. Eso es lo heroico, por mucho que aburra a Carlos Boyero.
II
Confieso que mi vieja admiración por el señor Eastwood flaqueó hace unas semanas, cuando manifestó su predilección por el candidato Trump. ¿Cómo una persona de la integridad del autor de Gran Torino puede votar a alguien tan sumamente grotesco como Donald Trump?, me preguntaba yo. La respuesta ahora me parece más sencilla: puestos a escoger entre dos candidatos imperfectos, el señor Eastwood y muchos millones de americanos han escogido la opción que de manera radical hace descansar toda responsabilidad sobre los hombros del individuo. En la Europa educada en la socialdemocracia nos cuesta entenderlo, pero hay un numeroso y relevante sector de la sociedad norteamericana para el que el estado y sus exacciones suponen una carga intolerable. Lo que en Europa es justicia social o solidaridad, en los Estados Unidos a muchos les parece la sopa boba. Lo que aquí parece despiadado en aquel país es simplemente justo y hasta heroico.
Siempre recuerdo a aquella pareja de americanos que me recogió hace décadas, cuando hacía autostop por Cornualles. Durante la conversación que nos llevó hasta Land’s End, mi conductor –que tenía sus propias ideas sobre Europa– defendía un estado mínimo. Yo pretendía convencerle de que a veces el estado ha de intervenir para resolver problemas allá donde el mercado no llega, así que le puse el ejemplo de esos pueblos aislados en la montaña, sin apenas tráfico. “Si el estado no financia líneas de autobús, los habitantes de esos pueblos quedarán incomunicados, dependientes solo de sus recursos privados, sean estos los que sean”. Richard solo contestó: “¿Y qué?”. Y no es que este tipo de norteamericano sea especialmente desalmado; sencillamente, tiene un acérrimo sentido de la responsabilidad y la independencia del individuo y eso lo lleva a asumir que no haya líneas de autobús subvencionadas allí donde las privadas no son rentables; que la licencia para portar armas sea universal; y que Donald Trump sea un candidato creíble por su indiscutible trayectoria de self-made man, pese a todos sus exabruptos y su insufrible arrogancia.
En el otro extremo nos encontramos nosotros, Europa: un lugar del mundo donde hay diputados que piden en las cámaras legislativas a las que pertenecen que se exculpe a delincuentes como Andrés Bódalo, que se exonere de culpa a terroristas o que responsables políticos incumplan de forma deliberada y planificada las leyes. Un continente donde hay personas que creen tener derecho a ocupar gratis viviendas que no son suyas y partidos políticos que les dan cuartelillo. Un grupo de naciones que desean disfrutar de seguridad, pero prefieren que se la garanticen desde el otro lado del Atlántico. Poblaciones enteras que creen que una beca es un derecho universal y no ha de depender de la excelencia demostrada en los resultados académicos. Países en los que se ha instalado la creencia de que el estado ha de proveerlo todo, en los que todos hablamos de derechos pero es altamente impopular hablar de obligaciones. En los que nadie osa atajar el exceso de burocracia que nos enfanga porque eso sería atentar contra derechos históricos, en los que se sacrifica la eficiencia en aras de la paz social. Lugares absurdos donde un empresario siempre es sospechoso y un funcionario, una vez aprobadas sus oposiciones, ya no ha de demostrar nada jamás.
Entre el antiestatismo militante y la socialburocracia, Barack Obama aparece ante los ojos de muchos norteamericanos como ejemplo perfecto de lo que no debemos ser si no queremos convertirnos en esos europeos desprovistos de valores morales. Frente al valor de la responsabilidad individual, las moderadísimas reformas sociales del Partido Demócrata representan para ellos una especie de caridad impuesta que premia la irresponsabilidad: el reverso de ciertos valores que hicieron grande su nación. Y si la brillantez de Obama podía compensar ese déficit libertario, ha quedado claro que las virtudes de Hillary Clinton no podían enjugar la suma de los defectos de Obama y las carencias propias. Al final, los Eastwood de América han votado la opción que les promete que, si todos están en su sitio, cumpliendo con sus responsabilidades como hombres libres –como Sully–, todo saldrá bien y América será grande otra vez... Eso no los hace despiadados; pero nada puede paliar la tristeza del hecho de que hayan encumbrado a un patán prepotente y populista.
Tom Hanks, por su parte, está de Oscar.