De vez en cuando sucede algo inesperado, sorprendente, quizá inaudito, y nos acordamos, entonces, de la vieja teoría de las catástrofes o de la acomodaticia Ley de Murphy. Es evidente que cualquier simplificación nos vale, porque la verdad es que no somos capaces de aprehenderlo todo, en absoluto: el mundo parece concitar y poner en juego demasiadas variables y no menos incógnitas ante las que nuestro entendimiento tan sólo es capaz de proveernos, y no siempre, de frases más o menos ingeniosas y volátiles, de tuits con mayor o menor retranca, de exabruptos, en fin, con los que disimilar la impotencia y levantar y distraer, si ello fuera posible, el ánimo maltrecho, el malhumor, la preocupación, el estupor íntimo de no entender casi nada. Igual es que no hay mucho que entender.
Debe ser cierto, convenimos, que Dios, la historia, la humanidad entera, el tiempo, el espacio y todas las dimensiones que pueda haber entre nosotros, nosotros mismos, todos a la vez y todos, también, por separado, cumplimos, cumplen, con la misión cósmica de escribir recto con renglones absoluta y exageradamente torcidos. Desde luego, el jeroglífico final es fascinante y nos permite estrujarnos el cerebro y asistir a la extraordinaria ceremonia de la confusión que es la vida de cada día, el éxodo, al parecer definitivo, de la inteligencia hacia no se sabe dónde.
Para celebrar la victoria (que no deseaba, como dejé escrito) de Donald Trump me obsequié con un viaje, para el mes de diciembre, a Dubrovnik y con un chocolate caliente en la Gelateria Ca'n Miquel. No es Ca'n Joan De S'Aigo, en efecto, pero el chocolate está espléndido y a mí no me gusta ni me compensa, tampoco, hacer cola como si fuera la hora maldita del rancho y las sirenas aullasen enloquecidas y hubiera que racionar la inteligencia, la curiosidad o el deseo. Hay un tiempo para todo y, más aún, un tiempo para uno mismo. Nunca aconsejaría a nadie que se racionara de sí mismo.
Sobre Trump o Hillary tengo muy poco que decir. El populismo es como es y la gente se agarra a cualquier cosa cuando no tiene nada mejor a lo que agarrarse. Ya en 2007, Paul Krugman, que fue Nobel de Economía, sostuvo que Estados Unidos precisaba un «contragolpe populista» para contrarrestar el aumento de la desigualdad social. En ese cajón de sastre anduvieron Chávez o Alexis Tsipras, pero también Juan Domingo Perón o Berlusconi. Por ahí siguen Marine Le Pen, en Francia, o Pablo Iglesias y sus aliados más o menos nacionalistas, aquí en España, esperando el turno y la vez, la voz ronca y tullida en la cola infernal y tortuosa, larguísima, de los descerebrados.