La inesperada –por los medios oficiales– victoria de Donald Trump en las presidenciales de los Estados Unidos ha sido la última constatación de que nos encontramos en un vórtice social de imprevisible evolución. Un multimillonario sin pasado político, enfrentado al establishment dicotómico americano –republicanos y demócratas, tan similar al que manteníamos en España hasta hace un año–, con modos groseros y mensajes populistas –¿por populista entendemos que dice lo que la gente quiere oír aunque a la hora de la verdad no se vayan a cumplir lo prometido? ¿Es tan raro? ¿Alguna vez los políticos tradicionales han cumplido lo prometido?–, se ha convertido en il capo di tutti capi del mundo, para consternación de los poderes fácticos tradicionales. No menos sorprendente ha sido que los generalizados pronósticos catastrofistas sobre su posible elección no han durado ni veinticuatro horas. Frente a la augurada hecatombe de los mercados financieros, la bolsa incluso subió el primer día tras su elección. Bastó que su primer discurso, una vez electo, fuera de un tono equilibrado para que “ese cielo que se iba a desplomar sobre nuestras cabezas”, al estilo galo, se disolviera difuminado sobre la realidad de los hechos consumados. Esa circunstancia me hace pensar que, en el fondo, los medios que nos tratan de influenciar día tras día, lo que defienden son intereses espurios en los que, en realidad, no creen.
Los políticos y gobernantes –esa casta que goza manteniendo privilegios, declarando guerras y enriqueciéndose a costa de los ciudadanos– parecen estar perdiendo el control por todas partes. En el último lustro hemos sido testigos de la primavera árabe –que finalmente ha quedado en suspenso–, el surgimiento de un utópico y extremista Estado Islámico que ha llegado a poner en jaque al mundo entero, el despertar de los partidos de extrema derecha en los países europeos, el desmoronamiento, en fin, de los sistemas de gobierno que se habían consolidado tras la caída del muro de Berlín y que parecían destinados a perdurar tanto como el Imperio Romano, son señales de que el mundo se encuentra en una encrucijada. Los sistemas políticos se encuentran, de pronto, levantados sobre arenas movedizas.
Pienso que gran parte de la explicación se encuentra en las autopistas de la información –o desinformación, tantas veces–. La comunicación global e instantánea está permitiendo que los individuos accedan a conocimientos de hechos y opiniones a los que nunca antes tuvo posibilidad. Pero también son evidentes los intentos de todos los poderes por intentar manipularlos y dirigirlos. Hasta ahora parecen no lograrlo, salvo que tras esta aparente revolución generalizada haya escondido alguien o alguna organización más inteligente de lo que yo, personalmente, creo que pueda existir.
Lo que parece claro es que el desarrollo tecnológico está siendo a tal velocidad que nos está superando a todos; hasta a los gobiernos. ¿Es posible entonces que estemos abocados a un nuevo sistema político en el que quien realmente dirigirá el mundo serán los tecnócratas, los desarrolladores de software inteligente? No me extrañaría.
El equilibrio de fuerzas de las últimas décadas, los sistemas de corrupta alternancia generalizados en Occidente, parecen estar agonizando. Es evidente que en Francia, en España y en el resto de países donde se había afianzado ese mastodóntico sistema, los partidos tradicionales van a intentar volver al punto de partida. ¿Lo lograrán? Espero que no. Los europeos, los árabes, los americanos…; en fin, parece que, de pronto, los ciudadanos que durante mucho tiempo hemos estado decepcionados hasta la náusea por nuestros sistemas políticos, hayamos decidido romper la baraja y prefiramos arriesgarnos a buscar un modo diferente de ser gobernados, asumiendo –de forma inconsciente, creo– el riesgo de llegar a una meta peor que la línea de salida.
A pesar de la campaña de desprestigio que en muchos países ha tenido la figura de Trump, a quien no he seguido particularmente y de quien no opino ni a favor ni en contra por ese mismo motivo –el tiempo ya le pondrá en su lugar–, ha logrado su objetivo: la presidencia del país más poderoso del mundo. Hay un aspecto de su victoria que me hace concebir esperanzas a medio plazo. Creo que su elección es una victoria de la mayoría silenciosa; de esa mayoría que no vocifera para imponer su voz, que ha sufrido –al menos en Europa, aunque sospecho que en USA también– unas políticas centradas en la obtención de los votos marginales y, por ello, dedicada a fomentar las ventajas de los grupos minoritarios a costa de los derechos y libertades de la mayoría.
Así pues, mantengo la esperanza de que los perturbadores acontecimientos, desde su punto de vista, de estos últimos años, logren que los poderes fácticos y el establishment político comprenda que, para mantenerse en su privilegiada posición, han de volver la cabeza hacia la mayoría y centrar sus esfuerzos, leyes y medidas en recuperar el bienestar y la ilusión de esa gran masa social que las sostiene y no seguir dejándola de lado para centrarse en los lobbies minoritarios.