Holmes pasa la hoja del Times, los campeonatos de cricket lo aburren, vuelve a pasar la hoja. En el compartimiento del tren, delante de él, la mujer de los rizos dorados sigue masturbándose con el mango del paraguas. Está convencido de que eso da mala suerte, usar un paraguas bajo techo. Un viaje aburrido, a pesar de la insistencia del párroco anglicano de Sawston en sodomizar a la viuda del capitán Rupert Keeling. Tiene que hacerlo así porque ella se niega a perder el virgo, que tanto le negó a su esposo. Culpa del párroco, piensa la mujer, porque le ha metido en la cabeza la idea de la resurrección y supone por eso que su esposo la estará esperando el día del Juicio Final con el pene erecto, tan fibroso y grueso como tenía, para cobrarse lo que ella tantas veces le prometió para cuando regresara de la guerra. No, evidentemente ella no puede defraudarlo, por eso prefiere que el párroco siga penetrándola por el ano, aunque le duela el pecado de la lujuria. Holmes no piensa intervenir, aconsejándoles alguna crema, como la que suele usar Watson. Tampoco nadie parece darse cuenta de la presencia del detective en el tren, aunque él también prefiere no dar conversación a desconocidos. Cuando el revisor entra a pedir los billetes, contempla la escena de los dos soldados escoceses chupándose el pene con la falda levantada y les pide que se incorporen porque, acostado uno sobre el otro, están ocupando tres plazas con dos billetes nada más. El párroco de Sawston ha roto todo lo que tenía que romper en las tripas de ella para abrirse paso con comodidad, porque la viuda de Rupert Keeling ya grita poseída, hundiendo la cabeza entre los muslos de la desconocida, aunque al principio tanto le sorprenda encontrarse un paraguas abierto dentro de la vagina de esa mujer, según lo acaricia con la punta de la lengua. Agarrado a la cesta del portaequipajes, un francés cuelga desnudo y se balancea disfrutando de su eyaculación precoz, sin necesidad de frotamiento. Holmes anda disgustado con el mal tiempo de Londres, después de su viaje a las cataratas de Reichenbach, mira por la ventanilla, están llegando a Paddington y Watson estará esperándolo en el andén.
-¿Qué tal el viaje, Holmes?
-Insoportable. En mi compartimiento viajaba un gabacho que no paraba de toser. Ni siquiera se disculpaba cada vez que tosía.