Postureo es una palabra que lo ha canibalizado todo, desde el lenguaje hasta nuestro modo de posar ante una cámara -que suele ser la del móvil, para mayor “postureo”-. Hay una impostura desgajada de la hipocresía (me gusta más esta palabra y viene a aludir a lo mismo) que resulta incluso saludable cuando uno se manifiesta en un medio donde cada pequeño matiz es analizado y puesto en cuestión. Sobre todo si eres famoso, famosete, famosín o si vas camino de serlo vía parentesco, polvo o matrimonio. Nadie está a salvo del postureo cuando el mainstream premia el buenismo y envía a los infiernos a aquellos osados librepensadores que se atreven a afirmar algo que no es políticamente correcto. Llamar negro a un negro da yuyu. O viejo a un viejo. O prostituta a una prostituta. O mongólico a un mongólico.
Yo soy blanca, voy camino de hacerme vieja (no creo que más puta) y por suerte no soy mongólica. Parece ser que ciertas palabras y actitudes nos avergüenzan, aunque deberíamos estar preparados para el contraste, la confrontación y el antagonismo.
Me gusta mucho la creación, la imaginación y el diseño. Me gusta que la gente se esfuerce por contarme algo, por mostrármelo, pero no de cualquier manera. ¿Me divierte bucear en el Instagram de los amigotes y ver el Skyline de Tokyo mientras me limo las uñas? Quisiera decir que sí, pero no estoy yo tan segura. Está bien en la medida en que no tienes que ir a su casa y comer un pedazo de pizza fría mientras de postre te sirven 1500 diapositivas con entusiasmo de neoconverso. Al menos aquí hay una selección previa, una búsqueda de la más impactante o de aquella en la que se ven más favorecidos. Tampoco hay nada malo en que alguien nos muestre el look con el que va a una fiesta si esa imagen sirve de inspiración a otra persona. Encuentro más banal (o sea, más tonto) que alguien nos muestre lo que desayuna, porque eso sólo le interesa a su madre y a sus tripas, que habrán de digerirlo. Sobre todo si preparan una mesa de Nochebuena que para nada se corresponde con su día a día, ni en el formato ni en la dieta. Los Instagramers sólo muestran un pedacito de sus vidas, el más alegre, el más social, el más bello. Supongo que pretenden hacernos creer que lo que no muestran está a la altura de las fotos escogidas, que follan tan bien como comen y que viajan por dentro de sí mismos con el mismo tesón con el que cogen aviones y patinetes. Esta inocente impostura no está mal: si todo el mundo desnudase su alma ante mí todo el tiempo, me compraría un diván de cuero blanco y cobraría una pasta por ello. Claro que podría alegarse que si me meto a cotillear en las redes sociales es porque quiero. Pues no, mire usted, lo hago porque constantemente se me invita a hacerlo: “¿Has visto ya mi Insta? ¿Qué te parece la última foto que he colgado? ¿Por qué no hay ningún me-gusta tuyo? Porque no soy parte del rebaño, chiquilla, me muerdo la lengua para no responderles. Si lo fuera tendría Insta, Facebook y Twiteer. Tengo un blog y una revista, y nunca os doy la chapa con ellos. Entrad si queréis, pero no lo hagáis porque yo os lo pida. Hacedlo por curiosidad, si os place, o porque aprendéis algo de esas líneas que en realidad escribo para mí misma.
La lacerante falta de originalidad y la búsqueda del aplauso fácil me sacan de quicio. ¿Que qué he hecho el último puente? Pues mira, casualmente viajar, igual que tú, pero sin tanto postureo. Lo obvio nunca es atractivo. Lo que se ofrece gratis no vale nada. Mis fotos están en la cámara, más tarde impresas y bien colocaditas en un álbum. Debo ser muy retro, o muy poco exhibicionista. Mis amistades nada tienen que ver con el aleatorio número de seguidores. Lo que no soy, y eso lo tengo bien claro, es mercancía expuesta al ojo de quien quiera marcarme con un corazoncito rojo.