Sentada en el Metro
Ramón Asquerino
Dime por dónde salgo de esta cueva… ¿Dónde está la salida? Ábrete, laberinto. Benito Pérez Galdós: El caballero encantado
A don Benito Pérez Galdós, que me abrió el laberinto con todas su novelas, sabiendo, como no sé, encantado, si me va a contestar
Desde donde estás, arracimada,
tejida, enramada y ovillada,
mágica encantada al ver
el metro aún más abajo, a menos
de un metro del suelo,
entre las suelas, a centímetros de la planta,
te plantas a las plantas del pie;
desde donde tú estás,
atisbas los tobillos desnudos
de pantalones remangados expresos,
ligeras las pulseras, tintinean sordos colores;
callas el tenue tatuaje del talón
sin Aquiles -cuyos caballos se echaron a llorar-,
la irritada rozadura clemente
del calzado, las arañas, venillas
moradas con el silencio moreno,
y por las marcas de las zapatillas
conjeturas conjugaciones ensayadas,
personas, modos y modas de cortos calcetines,
juegos de manos uñas y camiseta,
en abreviaturas chillonas,
caprichosas líneas sin azar;
lees nombres ingleses, apellidos chinos,
acostumbrados al paso parcial
de la marcial rutina en las suelas desgastada
por presos pesos hacia el lunes:
como un lunes eterno es tu silencio.
Sentada en el metro,
miras las rodillas enmascaradas
o rotas de jirones en el muslo,
su bronce exacto del último verano,
que ahora suspiran por el brillo
rayos UVA en estrechas cabinas
-mientras truenos de IVA estragan la cultura-,
el cansancio cultivando bostezos
de las horas de trabajos forzados;
reconoces a quienes no piensan más
que en dejar sus zapatos, de sol a sol,
a quienes transbordan en Sol Vodafone,
horrible agudo superpuesto de voces
a la sombra de más multinacionales:
la cueva de leones.
Oyes el rugido de las estaciones
y sientes, melenas de caracol,
cómo te miran a la coronilla azul,
al pelo molesto que cae, resbalado,
felino casi al límite de la blanda tarima,
rosa goma o negra,
donde se inclinan delgadas sonrisas
y como sauces se pegan maduros deseos
por el alba nueva del vagón.
Oyes las canciones pregrabadas
tan bien que, más abajo de la penumbra
de voces en seseos, sabes que piden
-flauta andina, guitarra amplificada,
instrumentos de la escasez-
el resto que nos sobra
y que, aun así, no damos
ni las buenas tardes,
de comidos que nos bebemos,
cuando entra noviembre con el otoño a cuestas
y llueve desahuciado granizo
en los ojos azules de Vallecas:
los caballos de Aquiles se echaron a llorar.
Desde donde estás, maga del suelo,
no aspiras a levantarte,
a salir de ese laberinto,
de esa cueva, y hallar la huida
para excluirte de la onda de los móviles
y de los pies sentados de los viajeros,
con ellos trasudando, Querido miedo ,
pero no reescribes,
ni pulsas los juegos, ni silbas
de conciencia mensajitos que arrancan
sonrisas como tiritas de heriditas
a hurtadillas en los talones.
Desde donde estás, maga del suelo,
no codicias los males ajenos,
y aspiras a levantarte, en alegro
silencio, y tocar ese mundo
batido desde por la mañana
en un desayuno derrotado
a las horas del metro.
Ábrete, laberinto.