Remebranzas (I) - La Fortuna de mi Padrino
Joaquín Lloréns
Mi padrino era un hombre alto y enjuto, con pelo plateado que se peinaba con gomina hacia atrás, una nariz prominente y ademanes suaves y elegantes. Su cuello extremadanamente delgado, su pequeña cabeza y la vivacidad de su mirada le asemejaban a una inquisitiva tortuga. Acostumbraba fumar Peter Stuyvesant , a pesar del enfisema pulmonar con epoc que le acabó matando. Se llamaba Joaquín y por eso me bautizaron con ese nombre. Si hubiera nacido niña, me llamaría Araceli, nombre de su esposa, prima segunda de mi abuela. El matrimonio había vivido en Nueva York donde habían amasado una gran fortuna. Uno de los escasos indicios que daba Joaquín de su riqueza era el despampanante Buick plateado de 1958 que conducía y que causaba admiración en Baquio, donde veraneó a mediados de los años sesenta, durante sus últimos años de vida, puerta con puerta con mi familia; y era allí donde yo le veía y donde María, la cocinera que siempre les acompañaba, me obsequiaba con frecuencia con las mejores croquetas que recuerdo haber degustado. Todos los días, recién bañado, con el pelo peinado con una raya dibujada con cartabón y abrigado con mi bata de cuadros, cruzaba el descansillo hasta su casa y les daba las buenas noches. Mi padrino era sumamente atildado y cada mañana conducía hasta Bilbao en aquel impresionante “Haiga” para leer la prensa internacional en la antigua cafetería Toledo, enfrente de la Diputación. A veces yo le acompañaba, más por el placer de subir en aquel coche que por otro motivo. Su fortuna era conocida por toda la familia, a todos los cuales –más de treinta- invitaba a manteles en un buen restaurante de Lequeitio o Artebacarra cada verano el día de nuestra onomástica. Aunque el festejo oficialmente se celebraba por ambos, yo falté en repetidas ocasiones debido a unas inoportunas paperas, sarampión y escarlatina.
Uno de los gestos de estilosa generosidad que le caracterizaba era que, siempre que comía con alguien, aprovechaba cualquier escusa para levantarse de la mesa y pagar la cuenta sin que nadie se percibiera de ello. En alguna ocasión me utilizaba a mí, apenas un niño, para realizar esa gestión, convirtiéndome en orgulloso cómplice de aquella dadivosa actitud. Falleció cuando yo era aún muy pequeño, pero aún recuerdo el Mercedes plateado con luces eléctricas y a pedales que me regaló por uno de nuestros santos, estando yo en la cama con el rostro picado de granos debido al sarampión. De vuelta a Bilbao, durante meses corrí con aquel bólido de tracción mecánica como un diablo por mi casa, dando unos giros en la esquina del pasillo que causaban la alarma de cualquiera que anduviera por allí.
Su mujer Araceli lucía un pelo broncíneo cardado, tenía un rostro afilado como un cuchillo, una mandíbula determinada y los ojos escondidos en las cuencas que le daban un aire de regia superioridad. Ella sí que ostentaba algo más su opulencia, luciendo siempre collar y pendientes a juego de gruesas perlas y pulseras de oro que parecían haberse adquirido al por mayor, así como otras joyas, entre las que destacaba, destellando sobre uno de sus dedos, el solitario más grande que he visto en toda mi vida y que, sólo él, debía valer un rescate. Gozaba de un olfato extraordinario, de perdiguero, que consideraba una maldición ya que, como afirmaba: “por un olor bueno, te topas con diez desagradables” y me pronosticaba futura riqueza por el lunar que exhibo sobre mi comisura izquierda. Conmigo no acertó, pero Cindy Crawford confirma que no iba desencaminada del todo.
A su aureola de riqueza, de la que daban fe los viajes del matrimonio alrededor del mundo –Grecia, Japón, Kenya, cruceros por el océano… A algunos de ellos, por Italia y Francia, invitaron a mi madre, que era la niña de sus ojos. Imagino que su sueño hubiera sido que se casara con su hijo-, en una época en que los aviones eran un lujo al alcance de pocos y los cruceros de lujo la mayoría del país sólo los conocía por las fotografías de las revistas de papel cuché, contribuía la esporádica aparición de su único hijo, un soltero de oro con aspecto de playboy, que, en los sesenta, cuando los coches de lujo eran el Citroën Tiburón y el Seat 1500 , conducía un flamante Mercedes descapotable blanco con asientos de cuero rojo. A pesar de que su uso en el Norte no era habitual, él usaba siempre unas gafas de sol que le daban un aire de actor de Hollywood, lo que remarcaba su acento americano, fruto de su infancia y juventud vividas en aquel país, del que tenía la nacionalidad. Había hecho el servicio militar en un buque de la Marina Americana durante la guerra de Corea, aunque lejos de la primera línea y, entre sus amistades íntimas, se contaba la princesa Soraya, segunda esposa del último Sha de Persia. Por si fuera poco, entre la familia corría la maledicente sospecha de que trabajaba para la CIA.
Yo no tuve ocasión de ir a casa de mi padrino en Madrid, en la calle Eduardo Dato, mientras vivió. Sólo estuve una vez, con ocasión de la muerte de su mujer Araceli. Por primera y única vez en mi vida fui testigo de un velatorio en una vivienda particular. Llegué de noche con mi madre. En una habitación casi vacía de muebles, bajo la única iluminación de unos altos candelabros que escoltaban el ataúd, se encontraba yacente el cadáver de mi madrina, con su rostro ya marmóreo y más afilado que nunca. Algo impresionado, me acerqué y le di un suave beso, que pensé que era lo que se esperaba de mí. Hacía poco que nos había visitado en Bilbao durante tres días. Nunca alargaba más sus estancias, pues otra de sus máximas era: “El invitado, igual que el pescado, al tercer día hiede”. De hecho, aún recuerdo que el día en que le dio la angina de pecho que la mataría en pocos días, me encontraba viendo la televisión en la salita de mi casa. Eran tiempos de Franco, así que estaba pasmado viendo “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, película polaca subtitulada en blanco y negro en el que, por vez primera, vi en televisión unos senos femeninos. Justo en el momento en que contemplaba esa portentosa escena, inconcebible entonces, entraron mi madre y Araceli, que sentía un agudo dolor en el pecho y necesitaba descansar. Cuando observaron la escena en la televisión, creo que el patatús sobrevenido terminó de rematar el frágil corazón de mi madrina, que apenas tuvo fuerzas para llegar a Madrid, donde falleció en pocos días.
Tras velar un rato su cadáver, pedí permiso, que me fue concedido, y di mi primer largo paseo en soledad por el Madrid nocturno. Mientras, mi madre advertía a Jimmy, su hijo, de que no tirase ningún zapato sin mirar dentro de él, pues mi madrina le había confiado que, a veces, los utilizaba como escondite de joyas valiosas. Durante el par de días que permanecimos allí, y a pesar de que aún no había siquiera iniciado mi adolescencia, pude constatar personalmente la solidez de su fortuna. La casa era enorme y los muebles, alfombras y tapices que la decoraban parecían salidos de un museo. En su salón colgaba un Canaletto , aunque a mí me impresionó casi tanto el pesado encendedor Ronson de plata que descansaba sobre la mesita bajo el cuadro del pintor italiano.
Años más tarde averigüé cómo había conseguido enriquecerse en Estados Unidos. Marchó en los años treinta a Nueva York como secretario de la Embajada de España. No sé si la Embajada se puso al lado de Franco o de la República al comenzar la Guerra Civil. El caso es que, de la noche a la mañana, al igual que los otros diplomáticos, dejaron de llegar los fondos para pagar al personal diplomático. A fin de salir adelante, ya que volver a España en plena guerra civil era inconcebible, se puso a trabajar como modisto en una de las sastrerías de más renombre de la Quinta Avenida, a la que acudían personajes de gran relevancia en la Gran Manzana. Cómo un diplomático tenía las destrezas necesarias para dicha profesión es algo que supera mi imaginación. Sólo puedo conjeturar que la sastrería podía ser Saks Fifth Avenue , que fue el primer gran almacén que se instaló la quinta avenida en 1924, hasta entonces zona puramente residencial en Nueva York, ya que una chaqueta de mi padrino con la etiqueta de dicha sastrería acabó siendo heredada por mí.
En Estados Unidos, las dos grandes marcas de cola se peleaban desde que nació Pepsi-Cola , que se ofreció a la Coca-Cola en dos ocasiones para que ésta la adquiriera, pero aquellas operaciones no llegaron a buen puerto y ambas compañías peleaban con denuedo mercantil y judicial. En 1939 Pepsi-Cola y Coca-Cola se enfrentaban en pleitos legales en 24 países. Ese año Pepsi-Cola entabló un nuevo juicio en la Oficina de patentes americana alegando que “Coca” y “Cola” eran términos descriptivos y no podrían ser registrados con exclusividad. Coca-Cola era ya entonces una compañía todopoderosa y en los círculos financieros de Wall Street se daba por seguro que ganaría el pleito, eliminando a Pepsi-Cola del mercado americano, con lo que el valor de las acciones de esta última empresa estaba por los suelos. Quiso el destino que varios de los miembros del Tribunal Supremo, que era el órgano que tenía que juzgar el caso, hubieran encargado en aquellas fechas varios trajes a medida en la sastrería en la que trabajaba mi padrino, que fue quien tenía que hacerles las pruebas. Imagino a aquellos orondos jueces, posiblemente charlando animadamente tras la ingesta de varios whiskies, ahora que la Ley seca había sido abolida, y sujetando sendos Habanos entre sus regordetes dedos, a los cuales darían de tanto en cuanto delectadas caladas de connoisseur , mientras mi padrino ajustaba sisas, largos o estómago. Aunque supongo que mi padrino, como suele suceder en esos lugares y circunstancias, era como si no estuviera para ellos. Según marcaba con agujas y tiza los ajustes a realizar en los trajes a medida, los jueces comenzaron a comentar el pleito entre las dos marcas de cola y uno de ellos afirmó que estaba en posesión de la información completamente fidedigna de que, sorprendentemente, Pepsi-Cola iba a ganar aquella demanda.
Según aquellos distinguidos magistrados salieron por la puerta, mi padrino llamó a su mujer y a su gestor, y convirtió en efectivo absolutamente todos sus bienes. Con celeridad y asumiendo un gran riesgo, invirtió absolutamente todo lo que tenía, la indemnización recibida del Estado español al terminar la guerra por los salarios no cobrados durante la contienda, y lo que consiguió que le prestaran, en acciones de Pepsi-Cola . Pocas semanas después, según cuenta la leyenda familiar, la sentencia fue dictada como aquel juez había adelantado y mi padrino se había convertido en millonario de la noche a la mañana.
Siendo objetivos, la historia tiene sus claroscuros. De un lado, el hecho en sí, hoy estaría penado como delito por uso de información privilegiada, aunque no en aquel entonces, por lo que no es pertinente juzgar aquel acto con nuestra perspectiva actual. Por otro lado, no he sido capaz de encontrar en ninguna parte un informe de la evolución de la cotización de Pepsico por aquellos años, con lo que desconozco cuál fue la variación del valor de las acciones tras aquella sentencia y si su revalorización fue tan grande como para hacer rico a alguien de una tacada. No obstante, la historia es demasiado curiosa como para dejarla perderse en la noche de los tiempos.