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ISSN 1989-4163

NUMERO 58 - DICIEMBRE 2014

El Tren de la Memoria

Javier Neila

El tren va entrando suavemente en la estación…con parsimonia; como si no tuviese prisa en llegar. Pareciera que al maquinista le faltaran motivos para volver a casa. O que nadie esperase inquieto en los vagones…Se va reduciendo la velocidad de su marcha, y aumenta el ansia del viajero. El sol se pone y empieza a derramar destellos anaranjados sobre los cristales. Es un convoy largo, solemne, vertebrado, insensible; como si no fuese con él todo el cúmulo de emociones que alberga dentro…Da la sensación de que tenga el corazón aprisionado bajo su exoesqueleto de metal y que sólo a través de los ojos de sus ventanas se pueda –al igual que con las personas- adivinar lo que sucede dentro.

Como por puñaladas, las puertas se abren de golpe y los viajeros empiezan a borbotar, extendiéndose por el andén como un charco de sangre. El tren muere y la vida toma la estación, tras el letargo de horas de sopor por el traqueteo del camino, lo tedioso de la espera y lo incierto del destino. Ojos muy abiertos asoman por todas partes, buscando rostros entre la multitud; deditos infantiles señalan a seres queridos; sonrisas cómplices se encuentran; los rostros se iluminan; se aprietan las manos; se corre en busca del abrazo… se besa con ansia y respiración entrecortada; con suspiros intensos y torpes al encontrar la boca cuya pérdida se había temido, disipándose ahora todos los miedos…Miedos acumulados en cada carta no recibida; en cada noche de incertidumbre; en cada despertar resignado; en cada “juro que nunca más”…Es inevitable observar de qué manera se besan las parejas. Los besos de novios tan sonoros, planos, formales, de labios y ojos cerrados. Besos con planes de futuro. Rápidos y pudorosos, puntuales pero evidentes, para que los perciba todo el mundo. Para ratificar un compromiso. Los besos de casados, sin embargo, más formales, pero evocando sensualidad pospuesta, matizados, sin cambios de intensidad, con los labios entreabiertos y donde sólo uno gira la cabeza -el más enamorado o sumiso-; los ojos nunca llegan a cerrarse del todo. Son besos con pasado. Los besos de los amantes, por contra, son desesperados, largos e intensos…intuyen la próxima separación, como el último beso de un reo…cabezas ladeadas, ojos y labios muy abiertos para no malgastar la más mínima mirada o gota de saliva…Besos sin pasado ni futuro. Pero eternos, colgados en el tiempo, quedando todo concentrado en ese momento; como si acariciaran el fuego, se empapasen en la niebla y sintiesen el miedo de la breve eternidad en los labios… Nada alimenta más el amor que la incertidumbre y el miedo. Porque el amor –lo decía ya Ninón de Lenclós- nunca muere de hambre. Muere de indigestión.

Todos se van alejando de la estación, poco a poco, enganchados de los brazos, cogidos de las manos, enlazados en lisonjas y conversaciones, acariciando las cabezas de los niños o compitiendo por llevar las maletas…anécdotas, noticias, recuerdos y proyectos saltan a las conversaciones, mientras van dejando la estación vacía, como la espuma de mar que se disuelve sutilmente sin dejar rastro, sin haber existido jamás.

Manuel enciende medio cigarrillo de picadura, apagado hace ya rato en sus labios…su austera figura se dibuja a contraluz en el ahora tranquilo apeadero…codos apoyados en las rodillas, manos en la cara, mirada fijada al suelo, cuerpo hacia adelante…Aspira una profunda calada y piensa en silencio, sentado en un banco color esperanza del andén donde mueren los trenes que vienen de lejos; donde muere él también, cada día, porque su primogénito no termina de volver a casa. Mira a su otro hijo e intenta aparentar normalidad…Observa de nuevo el reloj de la estación. Confirma su miedo y calla. Sus ojos reflejan frustración y angustia…hoy tampoco vendrá, se dice entre dientes. Sonríe a su única compañía con una forzada mueca, que intenta enmascarar sin éxito el miedo que siente por la suerte del hermano mayor. Si al menos Rosa estuviese aún aquí conmigo… reflexiona. Las noticias de África vienen con cuentagotas y desde su última carta con la foto dedicada de Carmen Sevilla, no ha vuelto a saber nada de Manolín. Pero su padre espera como cada día el tren de Madrid de las ocho y media de la tarde. Reflexivo vuelve a mirar la foto de la artista: “Al Caballero Legionario Paracaidista más valiente de la 1º Bandera, Manuel Parra Tenorio y a su simpático hermano Luisito que le espera en casa. Con mucho cariño. Carmen. Sidi-Ifni, Marruecos Español. Nochevieja de 1957”. Lo cierto es que su unidad volvió a Alcalá de Henares ése mismo febrero…pero él sigue desaparecido en territorio enemigo y sin que nadie sepa nada. -¿Dónde se habrá metido éste muchacho? ¿Estará bien?- Se pregunta. Él sólo le pide a Dios que traiga a su hijo de África, y que su madre desde el cielo los vuelva a ver a los tres juntos. Sólo pide eso…no es mucho pedir. Su hijo pequeño, que está de pié a su lado se le acerca, y dulcemente le pone una mano en el hombro. “Papá, tenemos que irnos”.

Carlos, el guardia de seguridad del turno de tarde, pasa junto la zona del escáner de equipajes y control electrónico de billetes, saludando a la hierática azafata y a algunos compañeros de seguridad, en el andén 6 de la estación de Santa Justa, en Sevilla. Camina despacio, haciéndose el entretenido, como si no quisiera llegar demasiado pronto a algún sitio, estropear algún momento, o dar a alguien algo más de tiempo. Escucha como la megafonía avisa de la llegada de un cercanías, mientras las mujeres de la limpieza ya llevan con sus carritos un buen rato en los vagones. Tienen prisa, el Ave tiene que quedar limpio; en menos de 30 minutos saldrá de nuevo para Madrid. Una de las limpiadoras –Eli- le dedica a Carlos una sonrisa de pena y ternura a través del cristal de la ventana que limpia; éste le corresponde con un levísimo encogimiento de hombros. Casi terminando el andén, se dirige a un corpulento supervisor de Renfe que se encuentra de pié, esperándole.

-Don Luis, ya es la hora… no olvide apagar el cigarrillo.

-Es verdad Carlos; siempre se me olvida..., parece que el Alzheimer va a ser hereditario...- esboza una sonrisa resignada con un gesto de agradecimiento.

El supervisor se acerca al banco y se dirige a un anciano mientras dulcemente le apoya la mano en el hombro:

-Papá, tenemos que irnos.

Luis levanta a su padre y le ayuda a guardar la foto en la chaqueta, le da el bastón y le echa el brazo por encima, mientras le quita el cigarrillo de la boca y lo pisa. El anciano tembloroso se le agarra de la cintura y los dos comienzan a caminar a lo largo del andén, despacio, paralelos al Ave, seguidos por el guardia de seguridad.

-¿Tú crees que vendrá mañana, Luisito?

-Seguro que sí, papá, seguro que sí.

 

 

 

El tren de la memoria

 

 

 

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